El historiador Tony Judt aseguraba que el surgimiento del ferrocarril contribuyó apreciablemente a la formación de lo público; y no tanto, o por lo menos no solo por la unión entre territorios y poblaciones distantes, sino por la difusión del hábito de viajar juntos entre desconocidos y según unas ciertas reglas básicas.

La experiencia hasta entonces poco frecuente de la convivencia impuesta por el viaje en un espacio reducido y entre extraños que probablemente no se volverían a encontrar, se convirtió en una escuela de civismo elemental: las mutuas deferencias, tan gratuitas entre desconocidos como necesarias entre quienes compartían trayecto, se convertían en señales de una común benignidad en la que los viajeros aprendían con complacencia su pertenencia a una comunidad y hasta a la humanidad como instancia moral.

Además tanto las muestras de elemental cortesía como los mutuos derechos y obligaciones no derivaban de ninguna clase de dominio o propiedad privada, sino de la naturaleza pública de aquel medio de transporte y por tanto inapropiable por nadie en particular pero compartible por todos.

Nadie tenía derecho a excluir a otro del uso de tales medios, y tampoco nadie tenía derecho a pretender que sus propios criterios se convirtieran en la norma de lo admisible. Es comprensible, pues, que el ferrocarril forme parte de la arqueología de los hábitos civiles que hicieron posible el surgimiento de lo público como espacio físico e institucional.

De hecho, habitar un espacio público o administrar y gobernar una institución pública implica no abandonarse inmoderadamente a las propias preferencias, incluso hasta el punto de evitar si es posible la incomodidad ajena, si no en el mismo sentido que lo hacen los viajeros en transportes públicos, sí al menos en el sentido de mantener la habitabilidad de un país o una comunidad para los discrepantes.

Es curioso que quienes ganan elecciones y ocupan cargos e instituciones públicas se consideren menos obligados a moderar sus preferencias que los viajeros de los medios públicos de transporte, como si la democracia fuera la autorización para vedar el acceso a lo público de los perdedores, o como si ganar unas elecciones autorizara a satisfacer todas las preferencias sin consideración alguna.

Hace tiempo que sabemos que nuestras sociedades y ciudades están hechas unas a imagen de las otras, y deberíamos de haber aprendido que lo que ocurre en los espacios físicos no es muy distinto de lo que ocurre en los espacios institucionales. Por ejemplo, los rascacielos de las ciudades no pudieron habitarse y por tanto construirse hasta que un tal Elisha Otis inventó en 1853 un sistema de freno que hacia seguro el transporte vertical en los ascensores. Ese mismo sistema de frenos permitió aumentar la velocidad de los tranvías y, por tanto, ampliar las ciudades a distancias antes inabarcables.

Así que tanto la extensión horizontal como vertical de las ciudades modernas estuvieron pendientes de que un sistema particularmente fiable de frenos hiciera posible alcanzar unas velocidades y alturas de otro modo impracticables. Pues bien, tampoco los espacios públicos pudieron aparecer y consolidarse, ni se preservarán en la actualidad, sin aquellas formas de moderación que Judt veía surgir en los hábitos viajeros, y que hoy requieren de al menos tres formas de abnegación por parte de quienes habitan y gobiernan lo público. Y es que el progreso social y político precisa -como la velocidad de los tranvías y la altura de los ascensores- poder echar el freno en las emergencias.

La primera forma de abnegación imprescindible es la elemental disposición de quienes gobiernan las instituciones públicas a no saltarse sus normas de funcionamiento, ni siquiera aunque sea con finalidades políticas. Quienes persiguen objetivos políticos legítimos pero incumplen las leyes no pueden quejarse de judicialización de la política sin merecer el reproche de haberla criminalizado previamente. Cuando las autoridades y parlamentos socaban el orden legal puede parecer que ni dicho orden ni la sociedad civil misma se resienten, en demasía al menos, pero en realidad en tales casos la ruina es ya casi estructural. Esas instituciones se parecen demasiado a un tranvía capaz de coger velocidad e incapaz de frenar: el problema no es si alcanzará su destino, sino qué ocurriría entonces.

La segunda de ellas consiste en la no apropiación para fines particulares de lo público en la que incurren todas las formas de corrupción, y que resulta imposible sin la efectiva determinación de políticos y funcionarios a negarse la ventaja de lo que está al alcance de sus manos. Hace apenas unos días un destacado directivo de empresas de comunicación decía en público lo que muchos nos tememos en privado: que en nuestro país la corrupción tiene dimensiones sistémicas. La capacidad de las sociedades desarrolladas de metabolizar los efectos tóxicos de la corrupción es limitada -como la de atmosfera de acumular basura espacial-, y nuestro nivel de corruptelas mayores y menores no está lejos de alterar la operatividad de muchas de las funciones e instituciones públicas.

Y la tercera, y tal vez la más involuntariamente insidiosa, es la de aquellos que están tan persuadidos de que sus ideas son las más democráticas, que cuando llegan a las instituciones hacen coincidir los marcos legales con sus posiciones en litigio, marginando de hecho la discrepancia y expulsando fuera de lo público y a las tinieblas de lo poco democrático a todos los demás. Estos campeones de lo democrático, a los que su cándido idealismo no les alcanza a disculpar, son como aquellos equipos tan poseídos de encarnar el espíritu del juego limpio que creen que merecen saltar al campo con la camiseta del árbitro, persuadidos de jugar y ganar así el partido limpiamente.

Esta paradoja cuasi totalitaria del ultrademocratismo entusiasta de lo público, supone en realidad su principal amenaza, pues lo asimila a una de las posiciones en disputa, la propia, obviamente. Pero lo democrático no es llegar a conseguir que los demás vivan como a mí me parece mejor, por democráticas y defensoras de lo público que me parezcan mis ideas, sino respetar lo público como el espacio donde todos pueden defender sus modos de vida en libertad y sin pretender suprimir los ajenos: cortesía de viajeros en el mismo tren.