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De la vía augusta a la España radial

El prestigioso historiador británico Arnold J. Toynbee dejó escrito que «la civilización es un movimiento y no un estado, un viaje y no un puerto». La cita del autor de libros tan fundamentales como Estudio de la Historia o La Europa de Hitler, la he tomado de otro volumen publicado por el valenciano Josep Vicent Boira. Tiene el máximo interés porque resume la trascendencia de los medios de transporte y comunicación en el devenir de las naciones -y de los individuos. Boira es, además, uno de los geógrafos, junto a Vicent Rosselló, que mejor ha estudiado y analizado la historia de los caminos y vías de este territorio nuestro, aunque también es justo citar a otros especialistas en tal materia como Juan Piqueras, Carmen Sanchis Deusa, Inmaculada Aguilar o el alicantino Javier Vidal.

A todos ellos se les habría atragantado el cruasán si hubieran escuchado las explicaciones que dio el expresidente José María Aznar respecto a la llamada España radial. Aznar vino a Valencia invitado por los empresarios más activos, empeñados en construir un lobby valenciano sin conseguirlo todavía. Aznar apoyó la mejora de la financiación para la Comunidad y la inversión estratégica del Corredor Mediterráneo pero, al mismo tiempo, dejó una perla cultivada al defender la radialidad hispánica, con centro en Madrid, claro, y todos los ejes o radios saliendo de la Puerta del Sol en dirección a los confines de la península.

Se le pueden recriminar muchas cosas al expresidente, pero no que sea opaco o lisonjero en sus planteamientos. Para el pensamiento transparente de Aznar, la España radial no forma parte de una estrategia económica ni territorial sino que es totalmente política, una cuestión de Estado, la herramienta necesaria para vertebrar el país en torno a su centro neurálgico, o sea, Madrid, y no de un modo sinuoso o aprovechando la accidentalidad del medio físico, a la romana, no, sino lo más recto y directo posible, por el camino más corto y rápido, aunque sea el más caro, que lo suele ser.

Sin embargo, para buena parte de los expertos -geógrafos, pero también ingenieros, economistas y también sociólogos o historiadores-, la España radial es uno de los mayores errores que ha cometido el país y lejos de ayudar a la uniformización jacobina -e ilustrada- de la península ha fomentado la dualidad en términos de contraste y rivalidad entre Madrid y las Españas periféricas al impedir o dificultar las conexiones transversales. Si para ir a Málaga o a Huesca, pongamos por caso, ya no es posible una comunicación más o menos rápida y cómoda a través de una conexión natural como pudiera ser la vía de Valencia a Andalucía en dirección sur o a Aragón por Teruel, terminaremos, como ya ocurre, tomando carísimos trenes de alta velocidad que pasen siempre por Madrid.

Y si Madrid es la capital política del país, si su cinturón industrial ya es más productivo que el catalán o el vasco, si es la sede de las multinacionales y grandes compañías, cuenta con las grandes infraestructuras estatales de la cultura y termina convirtiéndose en el nudo gordiano de las comunicaciones aéreas y ferroviarias, el gigantismo madrileño será un hecho que irá en detrimento del desarrollo más armónico y territorial del país.

Madrid, no lo olvidemos, se convirtió en capital política en tiempos de Felipe II por una decisión aleatoria. Lisboa, Barcelona y Sevilla fueron las opciones que se barajaron entonces, y triunfó la madrileña simplemente por su situación equidistante del resto del país, como si los Estados Unidos hubieran decidido mudarse a Kansas City en vez de a Washington.

La reivindicación valenciana, en cambio, se sustenta sobre incontestables razones económicas y hasta culturales. El Corredor Mediterráneo es la vía más rápida y accesible para conectar África con la Europa transpirenaica, la antigua Vía Augusta en definitiva que conectaba Cádiz con Roma. Una calzada natural que sitúa mucho más rápidamente el transporte no solo en Francia sino en Centroeuropa a través de la dorsal continental -que circula por el valle del Ródano-, la puerta de Alemania, y de ahí al este: Berlín, Polonia, Rusia y hasta el Pacífico. No hace mucho, curiosamente, legaciones chinas y rusas invitaron a los miembros de Fermed para hablar del tema.

Mientras tanto, la historia del Corredor Mediterráneo empieza a parecerse a la de la A-7, la autopista que todavía siguen pagando los usuarios que circulan de norte a sur de la Comunidad. El propio Boira nos recuerda el origen de aquella carretera. Fue un informe del International Bank for Reconstruction and Development dirigido por Eugene R. Blank el que reclamaba en 1962 como única carretera de nueva construcción para nuestro país, «la autopista de la costa Este, desde la frontera a Murcia». Las razones eran obvias, en ese corredor se concentraba la población, la actividad económica -«agrícola e industrial»-, y «algunas de las zonas de turismo más importantes del país». Finalmente la autopista se construyó, privadamente, vino Henry Ford II en el 76 y la costa se desarrolló e incluso colmató.

Fermed calcula que el Corredor del Mediterráneo puede provocar un 11% de retorno anual de su inversión. Es decir, que en apenas una década se abría amortizado el gasto. Y contrariamente a lo que piensan los más furibundos centralistas, la conectividad de Andalucía y todo el Levante hacia Cataluña y Europa no daría alas al independentismo catalán sino a la inversa, haría a los catalanes más interdependientes y conectivos con sus vecinos hispánicos del sur.

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