En el mismo ejemplar del periódico, dos noticias. Mariano Rajoy a los familiares de las víctimas del Yak42: «Esta vez haremos las cosas bien. Confiad». Y palabras del mismo personaje sirven para titular lo siguiente: «Rita Barberá era buena, decente, echo de menos sus broncas». Si a eso se le añade la pócima diaria en forma de tuit o decreto de Donald Trump, tres medias raciones del asqueroso nodebate de Pablo Iglesias, Íñigo Errejón et alia, un curso de economía intensivo a cargo de ese economista de plató que acaba de descubrir el socialismo, cuarto y mitad de la intensa Susana Díaz y del contumaz Pedro Sánchez, ¿qué decir del qué será de nosotros si no decimos lágrimas? Cantaba hace cuarenta años, y sigue haciéndolo, Quico Pi de la Serra que «si els fills de puta volessin no veuríen mai el sol». Razón tenía, hijos de puta vivos y muertos, porque en este país, como dijo el ínclito Alfredo Pérez Rubalcaba, «se mata muy bien».

Así es que la difunta Barberá ha recibido la llave de oro del municipalismo «por su contribución a la política local», contribución que no se califica, es una contribución intransitiva, más allá de la moral y las buenas costumbres. Así lo habrá creído otro ínclito, el alcalde de Vigo, el socialista Abel Caballero, actual presidente de la Federación Española de Municipios y Provincias. El 13 de diciembre de 2002, Rajoy, a la sazón vicepresidente del Gobierno de España, citó a todos los presidentes autonómicos en Moncloa para recabar ayudas y soluciones al desastre del Prestige. Yo asistí, y así aparezco en la foto, al lado del presidente del gobierno de Canarias. En frente de mí, Rita Barberá. Salía y entraba. En una de esas, yo fui al lavabo. A la vuelta, estaba la buena de Rita en la antepuerta, fumando. Cuando me vio me dijo, como si me conociera de toda la vida, «a ver si se acaba pronto este coñazo». El coñazo para Rita eran las playas de todo el norte y el oeste de la Península, llenas con la porquería del Prestige. Nunca olvidaré el olor y el aspecto de la de Muxía, por citar una de las que vi mientras los voluntarios trabajaban en su limpieza.

Por eso, el «confiad» de Rajoy es tan imperativo como ilegítimo. Confiad en los hilillos de plastilina, y en los forenses turcos, confiad.