El Goethe Institut cumple 60 años en España. Todavía recuerdo que bajo sus salas de la sede valenciana tuve mi primer contacto con el idioma alemán, en el viejo caserón cercano a la calle Trinitarios. Allí fue mi profesor el Sr. Klaus Wrehde, que los alumnos conocíamos como «Klaus de pie», para distinguirlo del responsable de la administración, que era el amable y siempre eficaz «Klaus sentado». Ambos, cuando el Goethe cerró sus instalaciones en Valencia, pusieron en marcha el Centro Alemán de la calle María Cristina, que ha visto pasar por sus aulas a un sinfín de estudiantes valencianos. Nadie entre nosotros que haya tenido contacto con las realidades de Alemania será ajeno al Goethe Institut y este es el momento de agradecérselo.

Pues bien, ahora, para celebrar una efemérides tan señalada, el Goethe Institut ha decidido invitar a Rüdiger Safranski, el famoso ensayista, muy conocido por una serie de libros de altísimo nivel en los que expone lo fundamental de la filosofía alemana, desde el inicial sobre Schopenhauer hasta el que analiza la obra de Heidegger, sin olvidarnos de los dedicados a Schiller, a Goethe y a Nietzsche. Y precisamente sobre este último autor versará su intervención en Madrid el próximo lunes 6 de febrero (próximo para mí que escribo esta columna el domingo, ventoso y desapacible; el acto ya habrá tenido lugar para el lector del Levante-EMV del martes). En realidad, el acto cierra un Seminario Nietzsche que, con una gran asistencia de público, el Goethe Institut mantiene con varios profesores de la UCM, dirigidos por mi colega Mariano Rodríguez.

Para acompañar al señor Safranski, el Goethe ha pensado en mí como interlocutor y con ello me hace un gran honor, pero también me carga con cierta responsabilidad. Según me dicen, el acto será multitudinario, porque la fama del Sr. Safranski es merecida. Por lo que a mí respecta, me gustaría más ser espectador que actor, porque el paso del tiempo no minora, sino que más bien acrecienta el miedo escénico a hablar en público. Sea como sea, la tarde del lunes será inolvidable. La ciencia y la cultura alemana, a la que debo lo poco que soy, todavía tiene un gran futuro en la tenebrosa época en la que vamos a entrar, y nada será más instructivo para la humanidad que comprender y entender bien la experiencia alemana del siglo XX y su ejemplar proceso de autocrítica, de superación de las tragedias del pasado y de construcción como país sereno, democrático y comprometido, que deja atrás tanto el estéril resentimiento como la inoperante conciencia de culpa.

Nietzsche está en el centro mismo de esa experiencia. Nadie lo dijo mejor que Thomas Mann cuando escribió su «Doktor Faustus», ese relato acerca de la metamorfosis de lo mejor en lo peor, de la cultura más excelsa en la más grosera barbarie. Nietzsche marcó el sentido de todos los futuros, el de los hombres de la nueva responsabilidad como Max Weber y el de la más profunda irresponsabilidad, como Baeumler, uno de los apologetas de la crueldad nazi. Y lo hizo porque Nietzsche llevó la modernidad a su culminación más precisa, angustiado por la comprensión de que el camino evolutivo de occidente ya parecía cerrado según los parámetros tradicionales. Si Blumenberg ha dicho que la modernidad se concentra sobre todo en la autoafirmación humana, parece que Nietzsche alcanzó la conciencia más profunda de ese movimiento.

Ningún pensador posterior ha dejado de acreditarse ante los problemas que abrió la filosofía de Nietzsche, ya sea para desplegarlos, ya sea para intentar resolverlos de otro modo, como es el caso de Freud. Y lo hace tanto desde la cultura alemana como desde la francesa, que despliega todo su pensamiento desde esa interpretación que intenta aproximar Hegel y Nietzsche, la dialéctica del amo y el esclavo, interpretada desde la Genealogía de la Moral. En ese sentido, habitamos una época posnietzscheana, tan determinada por sus planteamientos genuinos como por sus malentendidos. Ambos se han mostrado igual de productivos. Pero en uno y otro caso, lo que se impulsa es lo mismo: un pensamiento de la inmanencia completa de lo humano, un pensamiento de la Tierra, como él mismo dijo, que aproxima de modo exigente el animal con el ser humano y que revolucionó ante todo la ciencia de la etología. Nietzscheana era la inspiración de Konrad Lorenz, que desplegó su ciencia en Königsberg, animado por el sobrino de Weber, Eduard Baumgarten, quien siempre pensó que nietzscheano era el arcano de su genial tío al pensar la naturaleza animal del carisma.

No sé cómo irá la sesión del lunes. Tenemos un tiempo limitado y Nietzsche es un mundo. Así que permanecerá la insatisfacción. Pero será importante señalar el pensamiento central, tal y como lo veo, aunque ignoro lo que pensará Safranski de esto. No está para mí en el eterno retorno, ni en la voluntad de poder, que depende demasiado de la metafísica de Schopenhauer. Está en la genial intuición de que, por medio de la cultura, seleccionando y rompiendo con el arsenal histórico acumulado, estamos en condiciones de tomar en nuestras manos, hasta cierto punto, el curso evolutivo de la humanidad. Este pensamiento, que no habría sido posible sin la elaboración de la obra de Darwin y de Lamarck, implica la atención sobre algo que hasta ese momento el ser humano había protagonizado de forma inconsciente: su propia formación, su modelado a través de la historia. Como tal, este pensamiento era convergente con Marx, que siempre creyó que el ser humano se produce a sí mismo al compás que desarrolla los medios de producción. Pero iba más allá de Marx, en la medida en que ponía énfasis en los valores, hábitos y elementos éticos, en las forma de la dicha y del gozo, en las producciones estéticas, que en cierto modo justificaban esos mismos medios de producción, por sí mismos incapaces de legitimarse.

Ese problema, la capacidad del ser humano de tomar el control de su propio camino evolutivo, está todavía sin decidir. Nunca la frase de Weber, la que determina en cierto modo toda su producción intelectual, tan heroica, fue más actual que en estos momentos. Él dijo que cualquiera que deseara intervenir en el destino intelectual de la humanidad tendría que hacerse eco convergente de los problemas planteados por Nietzsche y por Marx. Visto desde estas consideraciones, este asunto significa que tenemos que decidir o reflexionar sobre lo más determinante para el tipo humano del futuro: si los medios de producción en masa, con sus hábitos de consumo y de placer; o los elementos culturales, los gustos estéticos, las estilizaciones del carácter, la capacidad reflexiva y las encarnaciones simbólicas o mitológicas.

Pero sea como sea, de esta celebración de los primeros sesenta años del Goethe Institut en España, que es también una celebración de la increíble hazaña del pensamiento alemán, emergerán dos consideraciones finales. Primero, que el problema se presenta hoy de esta forma: si el neoliberalismo logrará o no reunificar los dos elementos, el marxista y el nietzscheano, generando un sentido del ethos exclusivamente económico y una idea de la racionalidad económica general que sirva solo a las exigencias de la producción económica de capital (y no de bienes humanos). Si esto llegara, entonces el sentido evolutivo de la humanidad quedaría sometido al mercado y dependería de la capacidad privada de capitalización. Segundo, que si queremos ofrecer una alternativa, tendremos que seguir pensando con Nietzsche, y con sus dos consecuencias críticas más serias, Weber y Freud. Pues el primero nos enseñó que el ethos económico siempre es parte de un ethos más general e integral. Y el segundo nos recuerda que, para que el ser humano llegue a disponer de cualquier ethos, antes se necesita un útero social en el que, al margen de toda economía, se ha de configurar tanto su inconsciente indomable como su frágil y problemático yo.