En mayo de 2015 cambió el signo de los gobiernos de nuestra Generalitat y de muchos ayuntamientos, entre los cuales, el de València, después de la larga y dura etapa conservadora. Muchas ilusiones de los sectores progresistas estaban fundadas en la posibilidad de conocer en profundidad la herencia recibida -financiera, patrimonial- sobre la que reconstruir el futuro con fundamento.

Tengo la sensación de que ha faltado una rendición ordenada de cuentas, auditorías las llamaron algunos, entre otros asuntos, sobre el patrimonio construido y asumido, aunque poco a poco han ido surgiendo retazos de aquella insoportable etapa de despilfarro, malversación y excesos de todo tipo.

Me ceñiré, como he hecho en alguna ocasión, a la sobreproducción de , cómo llamarlos, artefactos arquitectónicos, y en especial de los culturales. Hablemos de nuevo del conjunto denominado pomposamente Ciudad de las Artes y las Ciencias, sociedad que gestiona las instalaciones del famoso arquitecto de Benimàmet.

De ellos, el Palau de les Arts fue el edificio más caro, con un presupuesto final que rondaba los 400 millones, sin contar 'imprevistos' como la inundación posterior de octubre de 2008 o los desperfectos en los materiales de cubrición. Pues bien, ahí están inmovilizados esos importantes millones de euros. Y en movimiento, los costes de cada año para mantener esa parte de la herencia. Las últimas cifras que recuerdo se refieren a 2008, con unos gastos anuales de más de 53 millones de los que 25 millones venían de la subvención de la Generalitat y tan solo 7 de los ingresos de taquilla. Dejemos a un lado los escandalosos sobrecostes de la construcción y las mordidas que también en el apartado del mantenimiento hemos padecido.

Ahora nos encontramos en 2017 y a pesar de los indudables avances que se han producido en materia de transparencia institucional, aún me resulta un tanto complicado, por ejemplo, analizar el ejercicio de 2016, aunque podemos suponer que las cifras no han variado sustancialmente en los últimos años. Todo ello, insisto, referido al edificio más costoso, el auditorio operístico, que ofreció en ese año media docena de óperas y una decena de conciertos.

Y qué podemos decir de los otros dinosaurios del parque (más propio sería hablar de esqueletos de dinosaurios), como son, por orden de tamaño, el Museo, el Oceanográfico, el Planetario y el Ágora (este último comprometido para que un banco amplíe su oferta cultural). Resulta lícito, y conveniente, preguntarse por la rentabilidad social y económica de todo el conjunto de instalaciones, dada la importancia de las cifras para los contribuyentes. Resulta igualmente razonable preguntarse por qué se pasó página en 2015 sobre tan importante asunto sin que se abriera, al menos, un debate bien formado e informado sobre costes de mantenimiento (incluyendo los de oportunidad) y supuestos beneficios, así como sobre las posibles alternativas económicas y funcionales para cada caso.

No he podido evitar un cierto sobresalto visual al contemplar las recientes imágenes, que parecían de otros tiempos, sobre la inauguración de la actual temporada operística (género que, por cierto, detestaba el ilustrado príncipe de Lampedusa) con una de las obras más populares de Verdi, imágenes que poco tienen que ver, a mi entender, con una apuesta por la cultura musical de amplio espectro social a coste razonable, donde unos pocos se benefician de los impuestos de todos para satisfacer sus exclusivos gustos musicales y de paso poder lucir sus galas. Todo ello en un país, el nuestro, con un amplísimo tejido musical popular tan falto de recursos. En 2010, la Federación de Sociedades Musicales, contaba nada menos que con 200.000 socios, 40.000 músicos y 60.000 alumnos. Por no hablar de otras necesidades. El nuevo intendente del Palau operístico, al anunciar la temporada 2015-2016 la calificaba como una oferta «guapísima», combinando «la tradición y afán por atraer a nuevos públicos». ¿Nuevos públicos?...

No es el complejo Calatrava el único asunto que requeriría un debate sosegado, antes de optar por poner en el mercado (ya se sabe, a precios de saldo) el patrimonio en cuestión, como estamos viendo en otros casos próximos. Seguro que un país tan imaginativo y ocurrente como el nuestro podría aportar ideas positivas. Todo, menos la resignación acomodaticia a seguir manteniendo equipamientos que solo generan un enorme gasto, en relación con su rentabilidad social. El caso del Oceanográfico merecería una reflexión adicional, dirigida a reconsiderar el vergonzoso cautiverio de determinadas especies acuáticas.