Está el acoso clásico, premeditado, alevoso y concienzudo; el acoso de la vileza y de la contumacia, del odio y de la insensibilidad; el acoso criminal, vesánico e implacable que persigue a propósito el daño. Y está el acoso disfrazado, el acoso encubierto, el acoso que no pretende serlo, el acoso perpetrado con buena voluntad; el que se inflige «por ayudar». Un auténtico asedio del que sus autores no llegan a darse cuenta porque llevan anteojeras de obstinación y gregarismo. Es el acoso de los tontos, que no se ve llegar y sin embargo produce las peores desgarraduras; el acoso extraoficial, involuntario, inocente y terrible, que no surge de la ruindad ni del maquiavelismo, sino de la pura estulticia.

El acosador oficioso es un tarugo, pero no quiere aceptar el papel que le corresponde por serlo; de modo que se rebela y busca una víctima que cargue su fardo: alguien inteligente y honesto, heteróclito y, por tanto, sin muchos apoyos; alguien a quien convertir en centro de atención y sobre quien volcar impunemente la desmedrada sofistería que segregan las mentes obtusas. Todo con el mejor designio, claro; con el mejor de los designios imaginables: nada menos que devolver el díscolo al redil, integrar al pobre despistado, sacarlo del ostracismo y conducirlo al buen camino, hacerlo anuente y acrítico. El acosador oficioso intenta, en el fondo, conjurar el peligro: esconder su cretinismo evitando que nadie pueda ponerlo en evidencia. El acosador oficioso tiene miedo, un miedo enorme que convierte su romo cerebro en una fábrica de bajezas e indignidades. Con el sueldo no se juega, y lo primero es mantener las prebendas que tanta gracieta, tanta humillación y tanto ridículo costaron.

El gran peligro del acosador oficioso es que ignora su naturaleza; que no acosa por inquina, sino movido por el ansia incontrolable de ocultar su estupidez, por un espantoso complejo de inferioridad que le tensa las neuronas hasta que suelta rebuznos prolongados, reveladores y absolutamente bochornosos.