El grado de ilusionado seguimiento acrítico que la sociedad contemporánea tiene para con la tecnología tiende a lo idolátrico, de ahí el título de esta columna. Sin embargo, los ídolos, siempre tan presentes en la historia de la humanidad, solo sirven para centrar excesivamente en ellos nuestra mirada, y olvidarnos de todo lo importante que una atención tan unidireccional no nos deja ver.

Esto nos lleva a confundir el vertiginoso desarrollo de un importante sector tecnoindustrial, con el progreso general de la sociedad. Pero es un gran error, que solo se explica por nuestro elevado nivel de tecnolatría. Una sociedad cada vez más digital y tecnificada no es necesariamente más justa, ni más sostenible, ni se crean más puestos de trabajo gracias a las nuevas tecnologías, más bien al contrario. De hecho la OIT ha emitido diversos informes advirtiendo que los procesos industriales de automatización robótica van a destruir millones de empleos en las próximas décadas. Así pues, más desarrollo tecnológico no implica necesariamente mayor progreso humano. Éste sería el primer error tecnolátrico.

El segundo tiene que ver con la curiosa identificación entre tecnología y libertad. Supuestamente la tecnología pone el mundo al alcance de nuestro móvil, acerca a las personas, les permite acceder fácilmente a toda la información que necesitan. Si bien no suelen expresar con el mismo énfasis las sombras de las TICs: su tendencia uniformante y totalizadora, que no permite salirse de los patrones que ellas mismas nos imponen. Así, si un joven estudiante nos dice que quiere ser pintor y estudiar Bellas Artes, habrá que decirle que lo primero que tiene que hacer es comprarse un ordenador y aprender a mirar el mundo a su través, pues es lo que va a hacer la mayor parte de su vida, también en la facultad de Artes. Si uno nos dice que quiere ser trabajador social, le diremos lo mismo, etcétera. Sí, él quería pintar, pero es lo que hay, gracias al liberador progreso digital.

La tecnolatría nos lleva a un mundo totalitario, que impide los contrapesos humanistas necesarios para construir una sociedad equilibrada. Nuestro mundo va perdiendo aceleradamente su diversidad, no solo la natural, sino también la cultural. Contra lo que se nos dice, la tecnología ya no está en una fase instrumental, sino teleológica: ha pasado de ser un medio que mejora nuestra vida, a un sistema que se autorreproduce exponencialmente desacoplando su desmesurado desarrollo de los objetivos iniciales de beneficio humano. Si les cabe alguna duda, vean la última película de Ken Loach -Yo, Daniel Blake, ganadora de la Palma de Oro en Cannes el año pasado- y comprobarán cómo los ordenadores ayudan a un viejo carpintero en paro a rellenar los formularios imprescindibles para conseguir la ayuda social. Totalitarismo digital, lo podríamos llamar.