En 1809, Goethe publicó una novela romántica que forma parte del grupo de sus obras maestras. La disfruté hace años, pero al aparecer su propio título y su referencia explícita en el texto que acompaña a la exposición del IVAM -«Ignacio Pinazo y las vanguardias, afinidades electivas»- la tomé para releerla y buscar las posibles claves asociativas. En su capítulo cuarto, tres personajes -dos hombres y una mujer- dialogan sobre lo que uno de ellos, efectivamente, entiende como «Las afinidades electivas»: «Llamamos afines a aquellas naturalezas que al encontrarse se aferran con rapidez las unas a las otras y se determinan mutuamente», asociando las actitudes entre las personas con el universo de la química y afirmando respecto a los encuentros humanos un poco más adelante. «Hay que ver con atención participativa cómo se buscan mutuamente, como se atraen, se aferran, y devoran, se consumen, y cómo aparecen después, tras la estrecha unión, en forma nueva, renovada e inesperada», añade. Es decir, mostrando la electividad como avidez, exactamente lo opuesto a la relación que se desprende entre los cuadros de Pinazo en la muestra a la que me he referido, cuyos arrimos con autores de vanguardia -por alejados en el espacio y en el tiempo- se concretan, objetivamente, como inexistentes.

Lo más llamativo del asunto es que, en esa exposición del maestro valenciano, la asociación con creadores tan distantes como Rauschenberg, André Masson, Jean Dubuffet, Joaquín Torres-García, Pierre Soulages, Sonia Delaunay, Kurt Schwitters o John Cage, al proponerlas como «afinidades» se hace, tal que si no existiera el contexto y la teoría estética que las sustentara, de tal suerte, que la relación (aún en ausencia de cualquier contacto), fuera un hecho vinculado al posible «parecido», tomando así las obras sólo en sus aspectos exteriores o semblantes. Aparenta tratarse de un juego malabar para intentar trastocar la realidad, tal que si Pinazo participase de espacios comunes con los autores presentados, un artificio potencialmente extensible a infinidad de otros pintores a lo largo de la historia, si se rebuscan dibujos, bocetos, tonalidades cromáticas, texturas, y por qué no, incluso determinadas formas de las pinturas rupestres.

Me confirma esta hipótesis el hecho de que se repitió en la muestra exhibida en el Museo de Bellas Artes. Allí la asociación era, entre otras, con las pinturas de Velázquez, de Ribera o de Goya, presentes en los muros, mostrándose al autor relacionado de un modo semejante al comentado, pero inverso en el tiempo. Es cierto que Pinazo estudió las obras de esos creadores que tenía a mano en la Academia, del mismo modo que también Mahler conocía las partituras de Palestrina, de Bach o de Mozart. Pero presentar a Pinazo como un autor ex novo, procediendo de aquellas relaciones, era un conjuro al exceso, porque, como es sabido y así lo afirmaba recientemente el profesor León Tello, «cada estilo tiene su mundaneidad, principios, caracteres e ideología». Y es el pintor en su íntima soledad, el que tiene conciencia de estar en ese mundo y debe ser estudiado según las coordenadas de ese espacio que, en esta ocasión, no aparece en ninguna de las muestras comentadas; porque las teorías estéticas de Pinazo no contactaron en el tiempo en el primer caso; y en el segundo, las precedentes, aunque fueran conocidas, perdieron su actualidad, y estaban superadas.

Es decir, en ambas, a mi juicio, faltó indagar en el mundo en el que realmente estaba y mostrar su trabajo inserto en lo que verdaderamente tuvo relación con él; que, por supuesto, tampoco era el de sus amigos valencianos presentados en aquella sopa de letras de MuVIM, con los que podría compartir una conversación interesante sobre la vida diaria, pero sospecho que no sobre arte, porque su universo interior se había gestado fuera de aquí.

Si bien en su discurso de ingreso en la Academia de 1896 tampoco proporcionó las claves, existen varios datos que nos pueden orientar acerca de sus principios estéticos: el primero, que Pinazo estuvo en Roma en dos ocasiones: en 1873, durante siete meses; y becado durante varios años, desde 1876. El segundo detalle es, que compuso casi literalmente uno de los doce cuadros que en 1877 pintara Monet sobre La Gare Saint-Lazare (que probablemente tuviera ocasión de ver en una revista ilustrada), dándole al suyo, otro título: Estación, en 1896.

Unos años antes de su llegada a Italia, en 1855, habían irrumpido en aquel país un grupo de jóvenes pintores a los que llamaron macchiaioli, manchistas, en traducción literal (Lega, Fattori, Cabianca) enfrentados con la pintura académica y de género al uso, cuya presentación extensa se produjo en 1861. Aunque inicialmente surgieron en Florencia, Fortuny los trataba en Roma y compartía las tardes con ellos en el Caffé Greco. Pinazo frecuentó el estudio del catalán en 1873, y aunque no existen datos que avalen su relación con aquéllos, sí que pudo llegarles su influencia a través del propio artista de Reus, que pese a ser esclavo de un marchante que le exigía cuadros pulcros y acabados, tras su fallecimiento, se descubrieron en su taller y subastaron, decenas de pequeños cuadros secretos, al estilo de sus modernos amigos manchistas, donde aparecía el paisaje en bandas horizontales y fragmentos del soporte de madera sin acabar para aumentar la expresividad de la pintura, realizados con una cajita de apuntes que sus amigos copiaron. Proceder con el que se familiarizó Pinazo y que nunca abandonó, lo que permite situar su origen y buena parte de su trayectoria en los años que siguieron a aquel tiempo.

Al final, las únicas dos exposiciones valencianas en las que apareció, plena de vigor, límpida y preciosa, la obra del gran maestro valenciano (sin parafernalia ni artificios literarios), fueron las más afortunadas: El desnudo, en el Almudín; y El retrato, de la Fundación Bancaja. En resumen, ha sido un año en el que al menos la memoria de Ignacio Pinazo (1849-1916) ha rondado por las calles, pero sin alcanzar el lugar en el que en la historia se merece, y que debía haberse planteado con proyectos internacionales y en lugares donde las afinidades y contrastes verosímiles, con autores destacados de su época, le hubiesen proporcionado un verdadero y merecido renombre.