Alemania está en el centro de todas las presiones. Algunas de ellas son algo más que eso y quizá fuera mejor llamarlas provocaciones. ¿O no lo fue recibir a Merkel en Ankara con dos banderas de Turquía? Y esa repentina sordera de Trump ante la solicitud de Merkel y de los periodistas de estrecharse las manos en el Despacho Oval, ¿cómo valorarla? Sin embargo, los alemanes no parecen sufrir por eso. Yo tampoco lo haría. El mundo necesita un poco de sobriedad y entereza, y si los viejos europeos no somos capaces de dar ejemplo de mantener los nervios fríos, será difícil explicar cuál ha de ser nuestra función en el mundo.

Eso no quiere decir que estemos de manos cruzadas. La serenidad, como la inteligencia, cuesta mantenerlas. Este pasado domingo, el importante magazín Die Zeit publicaba un trabajo firmado por el jovencísimo periodista de asuntos científicos Sven Stockrahm, que muestra los efectos psicológicos del nuevo estilo de gobierno de Trump sobre los americanos. Son tan intensos, que los terapeutas hablan de algo nunca visto hasta la fecha. Podría definirse como ansiedad ante la novedad: la pérdida de sueño, la dependencia continuada de las noticias, la angustia ante una inminente decisión, la inquietud ante los efectos de escalada, el miedo a los bandazos... todo ello está produciendo un estrés social desconocido. Mientras, parece que los europeos, al menos los alemanes, se lo toman con cierta ironía. En las redes sociales alemanas se captó ese instante en que Merkel pidió a Trump estrecharse las manos, preferentemente sin caer en el exceso que se permitió con el premier japonés, y le pusieron un texto divertido que decía así: «¿Te has hecho esta mañana la habitación?». Y debajo Merkel instaba a Trump: «Te tengo dicho que me mires cuando te hablo». Merkel como educadora. Eso parecen asumir las redes sociales. Y ya se sabe, eso lleva tiempo. Sobre todo, con los hijos díscolos.

El estrés de los americanos tiene que ver con un hecho: nunca antes un presidente había merecido tanta atención como Trump. Lo enteramente nuevo no es que a todas horas se esté pendiente de sus irrupciones en la red. Lo nuevo es que este asunto haya llegado a ser una conversación en los gabinetes psicoterapéuticos. Trump produce nerviosismo, insomnio, angustia. Según la mayor Asociación de Psicólogos de Norteamérica, ocho de cada diez americanos tienen síntomas psíquicos o físicos de estrés. No es para menos. El 66 % de los ciudadanos americanos confiesa tener miedo por el futuro del país, y el 57 % está seriamente preocupado por el clima político, con independencia de su opción electoral.

Por supuesto, entre los que se sienten amenazados por el futuro político hay que contar a todo americano perteneciente a una minoría. Pero la vida democrática de ese gran país se especializó en reconocer a esas minorías, y son muchos los ciudadanos que pertenecen a una de ellas. Así que es fácil que nadie, por un motivo u otro, se sienta a salvo de la incertidumbre que representa Trump. Algunos psicólogos comienzan a hablar de trauma. Pero lo más inquietante de lo que informan los psicólogos es que el vínculo que había hecho fuertes a esas minorías, la confianza mutua entre los miembros del grupo, comienza a resquebrajarse. Muchos ya no se fían de los que tienen al lado. Por el contrario, y en el otro lado, aumenta de forma alarmante el miedo ante la policía, seas de la minoría que seas, y en todas ellas ese miedo está por encima de la mitad de la población, a excepción de los blancos.

Es posible que la intención de Trump sea hacer más seguro a Estados Unidos. Sin embargo, por el momento sólo logra hacer que los americanos, tomados de uno en uno, se sientan más inseguros. «Él tuitea y el país tiembla», dice Stockrahm. La reflexión es clara: allí estaban dispuestos los medios técnicos, las redes. Sólo faltaba el motor que las moviera hasta el frenesí. Por sí mismas, las redes producen inquietud y adicción, incluso aunque el objeto que circule por ellas sea trivial. Ahora esa adicción propia del medio está conectada con una realidad material preocupante de manera obsesiva. Eso multiplica la inclinación a estar pendiente de las redes. Así que al parecer el fenómeno Trump puede mostrar hasta qué punto podemos llegar al paroxismo. Quizá eso lleve a la época de Twitter muy pronto a su culminación. Es posible que Trump y su hiperestesia nos conduzcan a superar este tiempo marcado por el like. ¿Trump como educador? Quizá a su pesar así sea. Si alguien puede llevar al límite la capacidad que tienen los medios de amenazar nuestra salud mental, ese es Trump. Así que quizá valga con él la vieja sentencia de Hölderlin: allí donde crece el peligro, allí madura la salvación. Si a eso se añade que el contenido de los mensajes de Trump sobrecarga con la responsabilidad de distinguir entre la verdad y la no-verdad, tenemos que el cuadro psíquico de quien siga sus mensajes no puede ser sino la alarma y la confusión permanente, la antesala del colapso psíquico.

Por supuesto, lo insostenible de esta situación llevará cada vez más a los ciudadanos a poner en marcha el único medio real contra este regreso a la selva, con los peligros que nos asaltan por doquier. Alejar de sí la actitud pasiva, dejar de depender de las aguas tumultuosas de las redes y generar su propio camino a través de la selva informativa, que no solo te habilite para tener tu propio criterio, sino para no perder la salud mental. En suma, diferenciar entre ciudadanía activa y pasiva, ahora ya no por motivos normativos o ilustrados, sino sencillamente por supervivencia psíquica, por resistencia ante el caos mental que nos rodea. Por supuesto, si se pone este expediente en marcha, se reducirá la posibilidad de confundir al político con el productor permanente de noticias en la red, algo sobre lo que debería reflexionar Pablo Iglesias. Su vídeo sobre la trama puede adecuarse, desde luego, a la verdad (aunque siempre de una manera limitada, y es sintomático que Iglesias no aborde en él algo tan interesante como la trama de los poderes de los medios de comunicación, incluido el lugar que en ella podría tener Jaume Roures y ese sindicato de intereses consorciado entre el negocio del fútbol, el de la construcción y el de las televisiones). Pero en el mejor de los casos, una es la competencia para contar o describir la realidad, y otra muy diferente la competencia para transformarla (por supuesto, en un sentido querido y planificado, no produciendo caos).

La democracia de las redes sociales es insostenible a medio plazo, como es insostenible una democracia con todos los ciudadanos entregados a una drogadicción, y ésta es una buena razón para la democracia representativa, pues ella es más capaz de promover la verdad en la medida en que promueve la responsabilidad concentrada y la respuesta sosegada y pormenorizada. Stockrahm ha acuñado en este sentido un concepto que mejora las prestaciones de Kant en su famosa noción del uso público de la razón: se trata de preservar la salud psíquica pública. Sin ella, no habrá salud democrática. Y sin ésta, no presionaremos a nuestros políticos para que cesen los gritos, las amenazas y los peligros de la selva mediática, con sus involuciones arcaicas y sus enfermedades.