Cuando era poco más que adolescente, iba los sábados por la mañana al gallinero del Teatro Principal a escuchar las versiones de la Orquesta. Desde entonces, el tiempo me ha permitido disfrutar de centenares de conciertos y de la presencia de numerosos directores, con algunos de los cuales incluso pude llegar a compartir una verdadera amistad. Sin embargo, con el paso de los años, recuerdo que mi preferido era casi inasequible: Sergiu Celibidache, al que, dejándome las clases, pude seguir en todos los ensayos, en una ocasión que dirigió a la orquesta aquí en València, cuando todavía se ubicaba en el Carmen, y al que luego disfruté en otras ciudades europeas mientras coleccionaba sus grabaciones pirata; porque durante casi toda su vida se resistió a grabar hasta su última etapa, cuando estuvo al frente de la Filarmónica de Munich. Aquellas versiones suyas, lentas, nítidas y profundas, donde los desarrollos fraseaban permanente intensidad y cada tema se concebía diferente, me ayudaron a entender la música como un ámbito dispuesto para estimular y provocar las emociones. Así pues, me reconozco como un modesto deudor de aquel genio que me sirvió de parangón para tantas otras ocasiones.

En ese gran cosmos sinfónico, a la vez mágico y sublime, alguna otra vez me reencontré con aquellas seducciones; pero cuando llegó a València Yaron Traub, hace ahora doce años, hallé en él a un hombre joven, capaz de transmitir los matices y el componente apasionado que en mi fuero interno había ido exigiendo a los sucesivos directores, incluso por encima de la perfección y del dominio técnico. Desde entonces, le he escuchado decenas de conciertos.

Al poco de llegar, aunque no era el director predilecto del equipo directivo precedente, consiguió un efecto sorprendente: que el público acudiera al Palau con la misma expectativa de escuchar a nuestra orquesta que la que tenía ante cualquier otra reconocida extranjera. Ya no era necesario nada más, porque cada concierto se estaba transformando en un acontecimiento y era lo que la gente esperaba. Además, había logrado algo difícil de conseguir: alcanzar un carisma seductor que servía de puente entre los músicos, las versiones y la totalidad de los asistentes. En València hemos tenido críticos musicales exigentes, incluso alguno que seguía las composiciones, partitura en mano; pues también a ellos cautivó, haciendo resaltar como solistas con éxito, a varios de los maestros del conjunto.

Se da la circunstancia de que, a diferencia de lo que les ocurrió a otros importantes directores que prolongaron su presencia entre nosotros durante varios años, como Luis Antonio García Navarro o Manuel Galduf, Yaron Traub tuvo, además, que competir con otra gran orquesta, por la coincidente coyuntura de que antes de comenzar su andadura, Maazel realizó una selección entre centenares, probablemente entre miles de instrumentistas, para configurar la del Palau de les Arts y convertirla en una de las mejores que ocupan los fosos de medio mundo. Entretanto, Traub seguía con la suya, en la que no se cubrían todas las vacantes y había que contratar a músicos externos para determinadas exigencias puntuales. Sin embargo, nadie apuntó a que hubiese notables diferencias, y el Palau se siguió llenando con un repertorio clásico a plena satisfacción de todos.

Una orquesta sinfónica es un universo complejo, en el que se acumulan numerosas variables: sus componentes proceden de escuelas diferentes, no tienen la misma edad, ni siquiera las mismas condiciones laborales; existen solistas en determinados instrumentos, otros forman parte de conjuntos de cámara simultáneos, y cada uno entiende el trabajo de un modo subjetivo; pero todos deben seguir un criterio de interpretación dirigido por un solo personaje. Acopio de diferencias que, en ocasiones, crea tensiones a la hora de trabajar, grabar o de hacer giras, lo que no pone fácil el desarrollo del conjunto. Incluso muchos de los más acreditados directores han tenido desazones con sus músicos, por su temperamento, su método de ensayo o por la programación prevista. Conducir una orquesta es seducir al mismo tiempo que ordenar, y mantenerlo durante tantos años es un mérito indudable del que todos son partícipes, pero su director, más.

A pesar de importantes dificultades, Traub ha conseguido dejar una orquesta en magníficas condiciones, muy sentida como propia por las gentes, convirtiéndola en un referente identitario en este espacio complejo que forma nuestra actual programación cultural en su conjunto.

Es cierto que va a permanecer un año más como director asociado, pero también lo es que si algo no le conviene a su orquesta es un casting de directores, que puede contribuir, además, a la pérdida del norte de la programación a medio plazo, a alterar el sistema de trabajo, a poner en juego su propia identidad, e incluso la fidelización del público. Por cierto, ¿cuánto tiempo hay que trabajar aquí a pleno rendimiento, para que se le considere a uno como verdaderamente valenciano? Considero que se debería nombrar a un sustituto apropiado con las mínimas dilaciones o etapas intermedias.

La era Traub ha terminado y los que lo han acordado saben que formará parte de la historia de la música en València.