Las relaciones internacionales son la prueba de fuego de un sistema político maduro. Que el de Gran Bretaña va a la deriva, se ve en las declaraciones de Michael Howard, comparando Gibraltar con las Malvinas. Y ciertamente, en algo se parecen los dos enclaves. Islas y peñón son colonias. Sin embargo, decir que Theresa May iría a la guerra por Gibraltar igual que Margaret Thatcher fue a la guerra por las Malvinas hace 35 años, es un exabrupto. La guerra de las Malvinas se produjo cuando un dictador desencadenó una invasión sin previo aviso. ¿Qué hay de análogo entre esto y la cuestión de Gibraltar? Nadie prepara su invasión, que se sepa. La UE solo ha manifestado que cualquier acuerdo sobre el asunto tendrá que ser aceptado por España. ¿Es eso algo semejante a la amenaza de invasión? ¿Acaso exige Gran Bretaña que dé el visto bueno a esos acuerdos el Gran Ducado de Luxemburgo?

Hace mucho tiempo, y en las situaciones más graves de la historia de la humanidad, lo específico de Gran Bretaña fue la fuerza de su sentimiento nacional, que no tenía que expresarse de forma exagerada o vociferante. Eso ha cambiado desde Nigel Farage y Boris Johnson. Unos decenios de The Sun y de Rupert Murdoch han transformado los modos de la política británica y han convertido la elegante retórica acerada en amenazante retórica vocinglera, que suena plebeya hasta en labios de un lord. La conciencia de debilidad tiene esas cosas y ni el más ignorante de los ingleses desconoce que el brexit les ha colocado en una situación internacional delicada. Mientras tanto, Alemania demuestra haber aprendido las lecciones de su historia y su diplomacia está siendo ejemplar, profesional y discreta.

La conciencia de debilidad es letal cuando se mezcla con un sentimiento de superioridad. Eso es lo que determina que los ingleses se pongan feroces con España, y que de todos los puntos que ha manifestado la UE para orientar las negociaciones, sólo éste referido a Gibraltar ha exaltado su nacionalismo, reaccionando escandalizados y considerándolo un «ultraje». ¡Cómo si Gibraltar fuera una ballena disecada flotando en el mar Báltico! Quizá esa imaginación es la que hace decir a Fabian Picardo que aceptar la doble soberanía sería como «vivir en tierra de otros». Picardo debe ignorar que está al frente de una colonia y que eso es exactamente lo que significa una colonia: trasladar población nacional a tierra de otros por la fuerza. Ese acto de fuerza puede quedar sepultado en el pasado, y mantenerse latente durante el resto del tiempo. Pero ese es todo el fundamento jurídico para plantar la bandera de Gran Bretaña en la roca.

La doble nacionalidad, sin embargo, sería una buena solución general para todos los británicos que viven en Europa y para todos los europeos que viven en Gran Bretaña. Esa debería ser la primera cuestión a abordar, porque es la más importante. Si se quiere comenzar con buen pie, lo primero sería no considerar los derechos de ciudadanos como moneda de cambio. Diferenciar entre derechos personales y cualquier otra cuestión económica sería la manera de mostrar que somos Estados civilizados. En realidad, eso sería disminuir todo lo posible los males del brexit. Para ello debería bastar tener un trabajo, pagar impuestos y mostrar arraigo en el país. Luego se podrían atender los intereses comerciales y todo lo demás. Pero la angustia de centenares de miles, quizá millones de europeos, que pueden verse forzados a cambiar drásticamente de vida, cuando hasta ahora lo hacían según derecho, debería ser disuelta. Su suerte debería estar protegida por sus gobiernos. ¿Y qué mejor, más justo y más fácil que esa protección recíproca?

Lo que vale para Gran Bretaña vale para España, desde luego, que debería usar con Venezuela la misma discreción que ha usado con Gran Bretaña. Lo que está pasando con el régimen bolivariano debería ser motivo de consideración más prudente y razonable, pues España debería aspirar a mantener una posición, no de parte, sino de Estado y de afecto al pueblo. En modo alguno debería deshacerse en apoyos a Mauricio Macri, para luego ser odiados por el peronismo. En modo alguno debería entregar su apoyo incondicional a los opositores de Nicolás Maduro y hacer imposible la cooperación con los chavistas. España no debería litigar, sino cooperar y ayudar de otra manera. Respecto de Venezuela, debería verse a sí misma y no ver solamente lo que pasa en Caracas. Finalmente, nosotros también hemos utilizado un Tribunal Constitucional politizado para dirimir conflictos exclusivamente políticos. La doctrina es la misma. Sólo la falta de finura de las actuaciones y el sentido de la dignidad de los jueces son diferentes. Aquí los nuestros han dicho por activa y por pasiva que ellos no pueden pasar de ciertos límites. Pero ya estamos viendo el sentido de los límites en la reversibilidad extrema de las decisiones de los jueces venezolanos.

Por lo demás, se nos llena la boca con la necesidad de proteger la división de poderes, pero se olvida que la primera forma de destruirla es impedir la cooperación interna entre ellos. Uno no recuerda cuándo fue el último acto de cooperación de la Asamblea Nacional venezolana con el poder ejecutivo presidencial. Esta exigencia es tanto más necesaria en regímenes presidencialistas, en los que la relación inmediata del soberano popular con el presidente es de más intenso vínculo que con la representación siempre proporcional del legislativo. Sin embargo, no debemos engañarnos. Ninguna cooperación de poderes es posible cuando se decreta un estado de excepción indefinido. Esto es lo inaceptable, por mucho que pasara desapercibido por nuestra opinión pública. Y sin embargo, decretar el estado de excepción no estuvo motivado por la hostilidad de la Asamblea. No puede estarlo. Estuvo motivado por la pésima situación del país, completamente desabastecido y alarmado.

Y aquí está la cuestión principal. Los movimientos progresistas de los países hermanos de América no deben ponernos en la situación en que nos coloca Maduro. Es importante que las opciones progresistas elijan a los mejores, porque nos jugamos la suerte y el destino de muchos conciudadanos. No es de recibo elegir a los peores y luego, cuando las consecuencias de los errores, la incompetencia y la debilidad son irreversibles, exigirnos el apoyo incondicional y la fidelidad ciega. De eso no va el juego. Es evidente que Maduro no puede sacar de su terrible situación ni puede representar con eficacia al pueblo desvalido de Venezuela. Llevar las cosas contra toda evidencia no ayuda a nadie. Y decir que esto es tan grave como la condena de una tuitera, es desproporcionado y falso. Por estos lares también hay que elegir a los mejores.

Sobre todo cuando esa tuitera reparte deseos de muerte literalmente a diestro y siniestro. Y aquí un apunte. Cassandra Vera no debió ser condenada por exaltación del terrorismo. No hizo nada parecido al bromear sobre la muerte de Carrero Blanco. Sin embargo, debe haber una ley que persiga dicha exaltación. Aquí ni Miguel Urbán ni los portavoces de la nueva dirección de Podemos han estado finos. Que la ley se aplique mal en un caso dado, no quiere decir que la ley sea mala o innecesaria. Quizá estos casos o parecidos se habrían enfocado mejor si se consideraran delitos de odio y no como exaltación del terrorismo. Y quizá desde ahí podría abordarse la conducta de Vera, pues lo que ella rezuma parece a primera vista odio, al desear la muerte de gente viva. Mientras Cristina Cifuentes se debatía entre la vida y la muerte, ella tuiteó que sería «un puntazo» que muriera antes de las doce de la noche. El motivo era este: así lo haría en «el aniversario del pioletazo a otra rata». ¿Quién murió un 20 de agosto de un pioletazo? ¿Qué tipo de sentimiento, hoy, puede hablar a la vez así de la muerte de Cifuentes y del asesinato de Trostky?