La Semana Santa marca, para los cristianos, el misterio de un Dios aparentemente fracasado. Una historia bonita que absurdamente termina en tragedia. Un Dios omnipotente que se somete a la ignominia y la injusticia sin dar un manotazo encima de la mesa y decir ¡basta!

En la cultura moderna parece que ese silencio -Jesús callaba, cuenta san Mateo, del inicuo interrogatorio al que era sometido- es una claudicación y que Dios no puede estar ahí. No son pocos los que señalan que, si Dios existe, no es posible que haya tanto mal como emponzoña nuestro mundo, quizá como antes no se había visto, al menos con la vehemencia, arbitrariedad, furor y globalidad con la que ahora nos asomamos, cada día, al abismo de la existencia cotidiana. Parece como si Dios nos hubiera abandonado a nuestra suerte de náufragos sin destino portuario.

Y sin embargo, ese Dios ha de tener voz propia: el del que tiene la última palabra. Palabra humana, comprensible, porque si no, no sería. O dicho de otro modo, un Dios mudo, no sería Dios. Entonces la pregunta que se nos atraganta y nos espina es por qué Dios no pega un puñetazo encima de la mesa y dice ¡basta!

Quizá es que nos falte la perspectiva necesaria para escucharle, de tanto ruido con que moramos. Su paso es como el de la brisa. No es un huracán ni un volcán que siegan la vida a su destructivo paso. Es un Dios con voz suave y dulce, como en una sinfonía de Mozart. Por eso Dios no grita, no toca a rebato, no domina por la fuerza. Porque nos deja libres para obedecer (ob-audire, se dice en latín: escuchar al otro). Un Dios que se impusiera a la libertad de su criatura ya no sería Dios, sería un monstruo que fuerza a su antojo nuestra voluntad. Por eso la fe está ligada a la escucha; y confiada en aquel que no puede engañarse ni engañarnos. La fe es «memoria futuri», memoria de las cosas futuras y aún no cumplidas. De modo que la fe va estrechamente ligada a la esperanza. Sin fe, no hay esperanza; y sin esperanza, la fe carece de sentido.

Al hablarme, Dios espera que confíe en Él: «cum fides». Que espere junto a Él. Pero requiere que el Dios que me hable sea fiable, no falible, sea sin alteración. Shakespeare escribió «No es el amor/ que se altera al encontrar alteración/ no: es una señal eternamente estable/ que mira las tormentas y no fluctúa jamás/ sino que se sustrae hasta el filo del destino/ si esto es un error y me fuese demostrado/ nunca he escrito, nunca un hombre ha amado». Y San Agustín lo explica así: «El hombre es fiel creyendo a Dios, que promete; Dios es fiel dando lo que promete al hombre». Pero hay que esperar; y esperar es saber esperar. Ya decía una vieja y bonita canción: «Espera un poco, un poquito más; para llevarte mi felicidad. Espera un poco, un poquito más; me moriría si te vas». La paciencia no es poca ciencia. Es la sabiduría de la Semana Santa.