La muerte de un más que octogenario general Franco el 20 de noviembre de 1975 abrió la vía a un proceso de desmantelamiento de la dictadura complejo, difícil pero notoriamente rápido y pacífico que ha venido conociéndose como la transición política del franquismo a la democracia. Fue un fenómeno de tanta relevancia para la sociedad española que bien puede considerarse la matriz de su tiempo presente. Por eso constituye un hito referencial para muchas de las identidades sociopolíticas de la ciudadanía y, en general, es objeto de un amplio aprecio en todas las encuestas registradas sobre el particular.

El estudio sociohistórico de aquella coyuntura de transición es un campo fecundo y, como es lógico, muy lastrado por las lecturas presentistas y las preferencias ideológicas de los analistas y testigos. Hasta el punto de que incluso es discutido su momento inicial: frente al clásico 20N, hay quien señala que fue el verano de 1969, cuando Franco eligió a Juan Carlos de Borbón sucesor «a título de rey»; al igual que hay quien señala que el proceso sólo comenzó tras el cese real de Carlos Arias Navarro en julio de 1976 y su reemplazo por Adolfo Suárez como jefe de gobierno. Lo mismo pasa con el momento terminal: frente a quienes asumen que stricto sensu la transición finaliza con la aprobación en diciembre de 1978 de la nueva Constitución, hay muchos que alargan dicho final hasta marzo de 1979 (primeras elecciones bajo control constitucional), febrero de 1981 (fracaso del golpe militar involucionista) o incluso octubre de 1982 (victoria electoral socialista y pacífica alternancia en el poder).

Las miradas interpretativas sobre la Transición, tanto en su versión histórica como en su juicio político, suelen oscilar entre dos grandes polos antagónicos. Para buena parte de los analistas y de la opinión pública, es algo así como la Santa Transición, una obra de arte modélica de políticos postfranquistas y antifranquistas que supieron superar antagonismos y reconquistar sin violencia la democracia unidos por el ideal de un futuro en paz y libertad. Sin embargo, nunca faltaron (y han crecido con el tiempo) quienes tienden a verla como la Satánica Transición, una operación liderada por élites postfranquistas que lograron intimidar a la oposición para aceptar una reforma de la dictadura que dejara intacto el orden socio-económico precedente, traicionando así la presión popular por una ruptura completa y decisiva con el pasado.

El último libro del historiador Alfonso Pinilla (Montijo, 1976), La legalización del PCE. La historia no contada, 1974-1977 (Madrid, Alianza, 2017), aborda aquella coyuntura histórica transicional con el bagaje de sus previos estudios sobre la prensa de la época (La transición de papel, 2008) y del espectro de la involución golpista que sobrevoló esa etapa con mayor o menor intensidad hasta su eclosión el 23 de febrero de 1981 (El laberinto del 23F, 2010). El estudio se concentra en un tema aparentemente menor: los procesos negociadores que llevaron al gobierno de Suárez a la legalización del PCE el 9 de abril de 1977, un Sábado Santo, escasamente dos meses antes de la celebración de las primeras elecciones democráticas en España después del franquismo, el 15 de junio de 1977. Pero tiene una particularidad que le dota de especial relieve historiográfico: se basa en el rico soporte documental que ofrece el archivo personal de José Mario Armero, un influyente abogado madrileño que entonces presidía la agencia de noticias Europa Press y que fue el representante oficioso del presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, en todo el proceso negociador abierto con Santiago Carrillo, secretario general del PCE.

El gran acierto del análisis de Pinilla es situar esa negociación de la legalización en el centro de la Transición como operación política porque ahí radicaba el nudo gordiano de todo el proceso. No en vano, el proyecto reformista alentado por el rey y pilotado por Suárez, que pretendía desmantelar gradualmente el franquismo para llegar a una democracia homologable, no podía traspasar ciertos límites impuestos por el poder militar, que se consideraba vencedor del comunismo en la Guerra Civil y no estaba dispuesto a permitir el libre juego democrático del PCE. Pero, por otra parte, sin esa legalización del PCE y su participación en las previstas elecciones generales, el proyecto reformista carecía de legitimidad suficiente en el plano interno (dado el prestigio antifranquista del PCE) y no sería aceptado plenamente por la comunidad internacional.

Ese dilema insoluble fue materia de una «partida de ajedrez» (palabras de Suárez) que tuvo sus momentos críticos (la detención de Carrillo en Madrid a fines de 1976, el asesinato de los abogados de Atocha en enero de 1977). Y fue finalmente abordado en la crucial entrevista personal secreta entre Suárez y Carrillo que tuvo lugar en la casa madrileña de Armero el 27 de febrero de 1977. El resultado de la misma fue doble: convenció a Suárez (contra la opinión más cauta del rey y de Fernández-Miranda) de la necesidad de legalizar al PCE antes de las elecciones; pero también convenció a Carrillo de la necesidad de moderar su discurso y política para evitar el riesgo de intervención militar.

Así se llegó al Sábado de Gloria de hace ahora 40 años. Y bien sabemos lo que pasó después y la obra de Pinilla lo recuerda con viveza gracias a las notas personales de los protagonistas. Por un lado, una durísima nota del Consejo Superior del Ejército del 12 de abril expresa su «profunda y unánime repulsa» por la legalización y advierte de su voluntad de «cumplir ardorosamente con sus deberes para con la patria» y «con todos los medios a su alcance». En ese contexto de potencial golpe militar que Suárez confiesa no poder detener, probablemente es la respuesta del PCE la que apacigua la situación siquiera temporalmente: su Comité Central reunido el 14 de abril acepta concurrir a las elecciones asumiendo la bandera rojigualda y la monarquía como símbolos de la unidad nacional.

El trabajo de Alfonso Pinilla relata esa historia no contada con elegancia y solvencia y tiene la virtud de recordar varias cosas a veces olvidadas a la hora de comprender la Transición y su legado. En primer lugar, el carácter abierto de aquella negociación y de la propia transición política. No fue un proceso casi determinado por la modernización socioeconómica de los años sesenta, como si aquello condujera inevitablemente a una democracia como remate político epifenoménico. Por el contrario, los azares recogidos en el relato nos recuerdan que nada estaba escrito antes de empezar a escribir la historia de la Transición y que no hubo grandes guiones matemáticamente ejecutados durante esos años por omniscientes estadistas.

En segundo lugar, esta obra reivindica que aquel proceso histórico no fue sólo un fenómeno de masas, estructuras o instituciones colectivas y acaso anónimas. En esa historia tuvieron peso crucial las personalidades influyentes en virtud de su cargo institucional, representatividad sociopolítica o simple capacidad de acción y reacción. De hecho, sin el bagaje vital y político de Carrillo, sin el recuerdo de la derrota republicana en la Guerra Civil, es incomprensible su actuación entre 1975 y 1982, su prudencia y su apuesta por no precipitar reacciones violentas e incontroladas. Y sin la juventud, falta de responsabilidad política vital en la guerra y falta de conexión directa con la represión de postguerra, es incomprensible la actitud abierta y hasta la temeridad y coraje de Suárez.

Finalmente, el estudio de Pinilla confirma el carácter ambivalente y complejo del proceso de la transición política en su sentido histórico, que no fue una simple reforma controlada del régimen franquista pilotada por reformistas y tampoco una ruptura radical con ese régimen derivada de una presión popular incontenible. Fue una simbiosis final de ambas cosas puesto que empezó como reforma limitada y controlada, pero acabó como ruptura pactada, que abrió paso a una etapa constituyente y al establecimiento de una democracia que estaba en las antípodas de la dictadura. Lo sabían bien los golpistas que esperaron su oportunidad hasta el 23 de febrero de 1981. Y no estaría mal que lo recordaran ahora los españoles cuarenta años después.