Yo aprendí a imaginar la lectura con un tebeo. No sabía hacer sonar las sílabas ni cuántas consonantes tenían la salida del aire entre la lengua y los labios. Ni siquiera metía un dedo dentro de los bocadillos, que protegían las palabras del ruido de los combates, en un intento de descifrar el enigma de lo escrito. Los dibujos me bastaban para aventurarme en lo que sucedía cuando El capitán Trueno, siempre despeinado en largo, cortaba por la mitad de un espadazo el hacha de un vikingo o le daba un puñetazo al enemigo sin perder nunca la sonrisa. Sentado en un escalón del verano, a solas con mi lectura imaginaria, soñaba con ser Crispín y tener un amigo como Goliat en medio de las batallas de Ulrich el negro, La terrible Simla y de El Bajel del desierto. Y con hacer bien un arco con el lanzar el adiós de una flecha roja hacia el corazón del barco en el que navegaban los héroes cuando morían.

Aquella voz embriagada de viñetas y escénica en su impostura lectora hizo que el azar de un día de julio me eligiese como alumno uno de mis primeros maestros, don Miguel Martín, con oído para distinguir un escritor de un escribiente. A él, lo supe mucho después, más que el Capitán Trueno o la princesa Sigrid, la primera rubia de nuestra infancia Bruguera, le gustaba más el heroísmo de su inventor, Víctor Mora. Un dibujante comunista al que la Brigada Social encerró en la Modelo de Barcelona, junto a su mujer, Armonía Rodríguez, acusados de masonería y de arrimar el hombro contra el franquismo desde aquella editorial donde los perdedores de la guerra sobrevivieron a través de sus personajes inmortales y cautivos de sus contratos. La cruz de la esperanza clandestina y las horas de oficina cuyas miserias contarían el maestro Francisco González Ledesma, Silver Kane, el mejor sheriff del Oeste nacional, en las páginas de realismo y poesía de Las calles de nuestros padres y también el premio Nacional de Cómic Paco Roca en El invierno del dibujante.

Esa historia verdadera, dura y por entregas, nunca se contó en las páginas de aquel hidalgo de las cruzadas, creado en 1956 por el talento de Mora que firmó entonces como Víctor Alcázar y la vivacidad de trazo de Miguel Ambrosio Zaragoza Ambrós. Nadie imaginó aquel 14 de abril del año en el que España había perdido el Protectorado de Marruecos y cinco meses después García Berlanga estrenaría Calabuch unas semanas antes de que Bobby Morrow ganase la medalla de oro en los 200 metros batiendo el récord olímpico de 20,6 segundos, que El capitán Trueno vendería más de 300.000 ejemplares semanales. Un héroe antítesis del reverso ideológico de las aventuras de El guerrero del Antifaz que había encuadernado mi padre y sobre todo de las de Roberto Alcázar y Pedrín, «toma del frasco, Carrasco» que mi tía Amparo me regalaba con un beso apretado de carmín y unas monedas para la hucha.

Justicia poética para el hijo de un republicano exiliado, conseguir el éxito con el personaje guerrero que aprendió del mago Morgano a construir globos para viajar historias, aunque también tuviese que marcharse a Francia en 1962 cansado de la censura y el acoso. Nada de aquello sabíamos los niños de una época en la que la lectura era domingo. El capitán Trueno, El jabato, Hazañas bélicas, Pulgarcito, Lily o DDT, antes del mediodía a tres pesetas o en alquiler a mitad precio -sólo se exigía devolverlas en plazo y sin la huella de ávidos dedos en las esquina inferior derecha o en la de arriba, según cómo cada niño o adulto volase las alas de su lectura- en aquellos pequeños bazares abiertos en contraventanas o en garita donde adquirir chucherías, tabaco en paquete o cigarrillos sueltos, y algunas que otras demandas de casa o de clandestinidad pasional de mayores. Domingos de campanas y plazas antes o después de misa. Un cromo de la memoria repetida de Vida y color, el álbum de las familias de un país donde los cascos vacíos de las botellas eran la paga de los niños de barrio, y el tiempo interior nos crecía más despacio la edad en la que el tebeo era la primera lectura que se deseaba.

En las casas, en los internados escolares, en el portal de los edificios, en las pandillas y en corro convivían a la vez aquellos cómics de entonces con las hazañas de Sandokán escritas por Salgari o las Historias selección con cuatro personajes de El último mohicano de James Fenimore Cooper, de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, de Corazón de Edmundo de Amicis o de Los hijos del capitán Grant de Julio Verne dibujados en el lomo. Y el salto al texto completo de las novelas de Guillermo Brown, capitán de los proscritos de Richmal Crompton o las de Zane Grey que me descubrió mi querido amigo mayor José Antonio Martín, además de otras aventuras en la sierra y en la vida. No había campañas de educación. El respeto a los mayores, el civismo en los parques, en el transporte público y en la vía pública se aprendían en la familia con ejemplo, una mirada y un tortazo si hacía falta. Tampoco era necesario arengar en las escuelas acerca de los libros y era normal tener en la casa un buen diccionario y una gruesa enciclopedia. Cualquier tiempo pasado no fue mejor, no vaya la sentimentalidad a engañarnos, pero sí que era cierto que leer o ir al cine formaban parte del juego del conocimiento y la estima.

Tampoco hace tanto de esos recuerdos con calles de tierra que eran fronteras y el campo de instrucción de la infancia de infantería en la que sacar sobresaliente con imaginación y unos cuántos cojinetes. O si, porque según recientes estudios y debates, educadores, psicólogos y padres echan en falta que sus hijos sean capaces de entretenerse sin la ayuda de las tecnologías, bajo arresto domiciliario, sin hacerse heridas e incapaces de organizar o participar en juegos colectivos. El escondite, el pañuelo, policías y ladrones, la comba, pies quietos eran juegos que beneficiaban la agilidad y la resistencia, el sentido de ritmo y la capacidad de reacción, y servían para aumentar la seguridad en uno mismo y facilitar el espíritu de equipo. Ninguno se practica en la era de la tablet, el ordenador y el móvil que promueven las empresas tecnológicas cuyos altos ejecutivos parecen preferir que hasta los diez años sus hijos tengan una educación analógica.

Se nota quiénes son hijos de los tebeos y de la naturaleza, de los libros y de los museos, y a quiénes los ha educado la televisión, la play y el dinero de los caprichos. La imaginación narrativa de sus padres y abuelos y los videojuegos y el ordenador en el encierro voluntario de su habitación. Los tiempos cambian y progresan, aunque en el avance se pierdan la educación, la ética, el compromiso y la capacidad de lucha. Pero la lectura sigue estando ahí al alcance de cualquiera. En bibliotecas de fondo y de préstamo donde se mantienen vivos los héroes Bruguera, lo mismo que Flash Gordon de Alex Raymond, que El teniente Blueberry de Jean Michel Charlier y Jean Giraud, que Manos Kelly de Antonio Hernández Palacios, Valentina de Milo Manara o el gran Corto Maltés de Hugo Pratt. Seguro que todos ellos estuvieron semanas atrás en el entierro de Víctor Mora. Yo conservo algunos ejemplares de cada uno y los recuerdo cada vez que abro ahora una novela gráfica y leo primero los dibujos. Igual que aquel día en el que con El capitán Trueno comenzó la interminable aventura de leer.