No es mi intención entrar a debatir un tema que me parece una obviedad: la libertad de pensamiento y de expresión, que incluye el que otro pueda decirme algo que no apruebe o desapruebe; y al revés. Pero hay que decirlo sin turbar los ánimos. Cuando no se hace así, se falla en la transmisión o en la recepción del mensaje. Salvado, claro está, lo que irrumpe violentamente, como elefante en cacharrería, en el orden de una convivencia en paz. Y, sin embargo, la dignidad de las personas nos dice que hay límites, aunque los transgresores no lo vean.

Hoy no sabría señalar exactamente quiénes son los transgresores si, por ejemplo, los que alquilan un bus para publicitar un mensaje del estilo «Posiblemente Dios no existe. Vive la vida»; o el de quien, es una ficción, podría oponer otro que dijera, de manera simpática, «Probablemente Dios exista y quiera llevarte al cielo, salvo que tú te empeñes en lo contrario». Este segundo supuesto, podría parecer más transgresor que el primero, lo que lógicamente, desde el punto de vista racional, me deja algo atónito.

Recuerdo que siendo niño, apenas 12 años, con la ingenuidad propia de la edad, un buen día conté una chanza al profesor sobre una persona algo desequilibrada que pululaba por los alrededores del instituto. Supongo que lo relatado sería algo cándido, pero ciertamente transgresor. Aquel docente, al que apreciaba mucho, pues era un hombre bueno, de fe acendrada, cambió de semblante y, con un gesto serio, me -nos- explicó el respeto a la dignidad de las personas. La clase la dedicó a esto. No me acuerdo del chisme, pero recuerdo muy bien, no se me olvidará nunca, la cara que puso ese buen docente, ni lo avergonzado que quedé. Y lo agradecido que le estoy.

Me hice amigo de aquella persona, con la que hablaba con normalidad y a la que llamaba por su nombre. Desde entonces, no cuento chistes referentes a la diferencia, sexo -en cualquier modalidad- raza, religión, etcétera. Y cuando refiero alguno, procuro que si el interesado lo oyera, se reiría como uno más. Un paisano me mandaba estos días una colección de dichos murcianos; y, entre otros, hay algunos graciosos: por ejemplo, en Murcia no hay zurdos, sino zocatos; no hay estanterías, sino lejas; no hay petardos, sino piolas?; con la amenaza de que si no lo transmito a otros paisanos, no comeré zarangollo, ni paparajotes, ni pipirrana.

La transgresión consiste en humillar al otro en su intimidad identitaria. Y eso no debe premiarse nunca: a quien transgrede, los demás deben dejarle claro que, independientemente de que sean o no afectados, están con el otro; y conviene hacerle caer en la cuenta de que su transgresión debería avergonzarle: porque quien humilla no es superior, sino que indignamente se rebaja a sí mismo. Y debe pedir perdón: si no, es que sigue siendo un infante irresponsable que juega maliciosamente a ser transgresor. No obstante, no ofende quien quiere, sino quien puede. El que escupe al cielo, el escupitajo, le cae en la cara. Es la ley de la gravedad.