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El futuro de la industria valenciana

La política industrial valenciana brilla por su ausencia. Hasta la fecha, al menos, funcionaba un relato victimista centrado en la necesidad de modernizar los sectores tradicionales, pero ese proyecto parece teñido de melancolía.

Los ingenieros industriales valencianos han organizado un observatorio para pulsar de modo permanente la opinión de este colectivo profesional sobre cualquier asunto de su interés. Como era lógico, han preguntado a los suyos sobre la política industrial del actual gobierno de la Generalitat y el resultado no ha podido ser más demoledor. Los ingenieros consideran prácticamente inexistente la política pública en materia de industria, y cuando la detectan la consideran inapropiada y poco menos que ridícula.

Un testigo neutral de la cuestión podría argüir que no existe afinidad ideológica entre el Consell y los ingenieros, pero esta no es una idea plausible. Salvo excepciones, los colectivos profesionales en nuestro país atienden antes a cuestiones prácticas y que atañen a su actividad laboral, incluso son más temerosos de las propuestas desregularizadoras de los políticos cercanos a posiciones neoliberales y globalizantes.

La encuesta del observatorio de los ingenieros parece además verosímil por cuanto no todo resulta negativo. Los institutos tecnológicos son bien valorados tras los procesos de fusión y reorganización que han llevado a cabo, mientras que la labor investigadora en las universidades no parece convencer a los profesionales. Las críticas, además, han sido asumidas de modo constructivo por el actual director general autonómico, que no es otro que el exalcalde de Elx, el socialista Diego Macià.

No es nada extraño que Macià tome con deportividad las conclusiones del observatorio industrial. El cluster del zapato en Elx y Elda es uno de los pocos que se ha puesto al día, con empresas altamente tecnologizadas como Pikolinos, Gioseppo, Mustang o Pánama Jack y con fábricas que ya producen para primeras marcas mundiales como Gucci o Prada. Esto debe sonarle a chino a Rafael Climent, titular de una conselleria de cabecera tan rimbombante como pretenciosa: Economía sostenible, Sectores productivos, Comercio y Trabajo.

Climent viene a ser un ejemplo histórico del perfil político más común entre los nacionalistas valencianos. Filólogo y profesor de instituto, miembro del Bloc Nacionalista desde siempre y alcalde de éxito durante cuatro legislaturas en su pueblo, Muro (9.000 habitantes), es un convencido de la llamada economía colaborativa, una especie de socialismo utópico aplicado a la economía que le ha granjeado su éxito político en Muro, donde ya llevaba tiempo actuando una bodega cooperativa de microviñas. Pero claro, entre poner en marcha pequeños programas de colaboración en una localidad de tamaño reducido -y escasa complejidad industrial- y pasar a gestionar un nuevo modelo productivo para la Comunitat Valenciana media un abismo.

A Climent tampoco le ayudan en nada los proyectos de la Secretaría Autonómica de Medio Ambiente, de tal suerte que los empresarios y los profesionales andan un poco deprimidos ante la situación en la que nos encontramos. La economía valenciana parece ir chutando gracias a la caída de costes y salarios, lo que ha disparado el turismo y la restauración, reactivado las exportaciones y convertido al sector logístico y de alimentación en el verdadero motor del crecimiento. Y en economía, si no hay crecimiento estás muerto; las utopías colaborativas, el neocomunismo estatalizante o el regreso al trueque simplemente son inviables. Ni siquiera la vuelta al proteccionismo con sus aranceles y sus canesús parece tener porvenir mal que le pese a Donald Trump.

La pérdida de la competitividad industrial es un tema más grave de lo que parece. EE UU lo está sufriendo tras dejar que China se quedara con la práctica totalidad de los procesos productivos creyendo que si retenían el conocimiento bastaba para liderar la economía del mundo. A otra escala, algo parecido le ha ocurrido a Cataluña con Madrid: la falta de modernización del cinturón industrial de Barcelona a favor de los nuevos polígonos en la corona madrileña, es un argumento más para explicar la huida soberanista de las élites políticas catalanistas. Barcelona, de hecho, sobrevive gracias a su exitazo turístico, aunque le está costando el colapso de algunas partes nobles de la ciudad.

Así pues, la política industrial valenciana brilla por su ausencia. Hasta la fecha, al menos, funcionaba un relato victimista centrado en la necesidad de modernizar los sectores tradicionales, pero ese proyecto parece teñido de melancolía: el mueble o el textil, por ejemplo, carecen de recorrido posible al menos a gran escala en un mundo hace tiempo dominado por los Ikeas e Inditex de turno. Su hundimiento, además, ha convertido en imposible el futuro de Feria Valencia. La cerámica, en cambio, aguanta y se propulsa, y lo mismo ocurre con la agroalimentación, cuyo fondo de armario resulta interminable. La citada logística, los servicios navieros, la automoción, los curtidos, la cosmética, el turismo deportivo, incluso el sector químico€ están despegando con escasa ayuda y olfato por parte de la administración.

Y, desde luego, a nadie se le ocurre reflexionar sobre la necesidad de mantener un buen sector de la construcción, que aporte entre el 8 y el 10% del PIB, no mucho más pero no mucho menos. Pero como ha primado el discurso que demoniza el ladrillo, ya ni siquiera se piensa en la necesidad de fomentar la rehabilitación, el paisajismo o el rediseño urbano. De todo eso han hablado este fin de semana varios de los más acreditados profesionales mundiales en la inauguración de la Fundación de Norman Foster en Madrid. Cuyos ecos no han llegado aquí. No vimos valencianos ni en los paneles ni entre el público, ni siquiera entre las autoridades.

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