Acabábamos de ver cómo la defensa de la Juve, que parecía reclutada de entre los vigilantes del muro de la Guardia de la Noche, dejaba cuatro veces el portón abierto al ejército mercenario y cosmopolita del Real Madrid. De repente, no lo creímos. Otra vez Londres. Otra vez muertos. Otra vez esa querencia al cuchillo y al degüello, tan extraña y arcaica. Otra vez esa reedición del clan medieval de los asesinos. Otra vez los actores inmolados, sin posibilidad de ser juzgados ante los ciudadanos y conocidos sus actos, sus intenciones, sus medios, sus motivos. Otra vez los gritos, las carreras, los nervios, la sangre. Otra vez los ciudadanos huyendo, humillados, con las manos arriba, como si se rindieran ante no se sabe quién ni por qué, para así protegerse de las confusiones, de su propia policía, de sus propios defensores. Fue el mundo al revés. Tipos que cenaban tranquilamente, interiorizaron que cualquiera podía parecer sospechoso. Un testigo cuenta que vio a los tres criminales con los chalecos explosivos, que luego resultaron falsos. «No parecía real», dijo ante las cámaras de televisión. «Parecían muy asustados», añadía. ¿Sabían que debían morir? Lo más seguro. Ocho minutos después lo hacían.

Mucho más silenciosa, casi a la vez, en la noche del viernes, otra noticia se extendía sin recibir apenas atención. La daba el primer ministro turco Binali Yildirim y decía que Estados Unidos iniciaba las operaciones para recuperar Al Raqa, donde se instala la llamada capital del Estado Islámico. El ministro turco estaba bastante enojado y se mostró disgustado con ese movimiento. En realidad, el asunto consiste en que las fuerzas de asalto no son otras que las Unidades de Protección Popular, las milicias kurdas de Siria, que habían estado recibiendo armas de Estados Unidos desde tiempo atrás. La protesta de Turquía está relacionada con el temor de que esas armas y esa relevancia de las milicias kurdas acaben influyendo en su propio conflicto interno. Al parecer Turquía no tiene demasiado interés en vencer al EI a este precio. Arabia incluso parece que a ninguno. Estos hechos testimonian la complejidad de la situación de Oriente Medio: los mejores aliados de Estados Unidos son milicias a las que Turquía, que pertenece a la OTAN, considera terroristas. Un aliado se basa en lo que otros aliados llaman terroristas. Quizá esto pueda inducirnos a la pregunta: ¿y por qué otros actores no podrían jugar a la inversa?

El Mediterráneo es un escenario de continuidad por lo menos desde Irán hasta el occidente europeo. Lo sabemos desde hace tiempo. Lo fue por lo menos desde la batalla de Nínive, en el 627, cuando los dos poderes de los bizantinos y los persas sasánidas acabaron agotados y, al replegarse a sus propios centros de poder, dieron lugar a ese espacio vacío por el que emergen a la historia los pueblos turcos, tayikos, sirios y árabes. Los desplazamientos de gentes que produjo esa emergencia acabarían en el 711 cerca de Narbona, una vez atravesada Hispania. Si eso pasaba en aquella época, lenta y lejana, podemos imaginar qué puede pasar hoy, en nuestra época acelerada. Quizá no entendamos del todo las cosas si permanecemos mirándonos el ombligo ignorando los acontecimientos del otro lado del Mediterráneo. Cualquier cosa que sucede allí viene rápida en las olas de las aguas hasta aquí. Si se inicia una ofensiva en Al Raqa, es fácil que se responda con una ofensiva cerca de nosotros. Lo que no tiene sentido es que pensemos que una cosa sucede de forma aislada y que no tiene relación con la otra. La tiene. Lo que las une es el hilo rojo de la guerra. Ya no hay frente ni retaguardia. Cada combatiente lucha con sus armas. Pero todos estamos en el frente.

John Carlin es un talento agudo, divertido y equilibrado, algo sorprendente y milagroso. Su crónica de urgencia del ataque de Londres del pasado sábado es un ejemplo de buena escritura periodística. A un amigo que deseaba saber con angustia si estaba en London Bridge esa noche, le dijo lo adecuado: «Felizmente no, pero se están acercando». Esa es la sensación dominante. Todo alcanza ahora la cercanía del frente. Por eso, porque ahora tiene un poco más de miedo, quizá Carlin reflexiona de forma fría y da en el clavo: en Europa, el control de armas es tan fuerte que tienen que recurrir a coches y a cuchillos. Si estos son sus combatientes, entonces vamos ganando porque les dejamos las peores armas.

Fernando Reinares es uno de esos famosos expertos del Instituto Elcano, pero su análisis es una muestra del confuso alarmismo de los expertos. Dice que los servicios de inteligencia están desbordados ante la incapacidad de hacer «un seguimiento preventivo de cada individuo» sospechoso. Este planteamiento inclina a la paranoia. Pero tampoco inclina a nada bueno la denuncia de «una observancia religiosa incompatible con las sociedades abiertas, respaldadas desde los países del Golfo». Esta expresión es confusa e inaceptable. Existen muchas observancias religiosas incompatibles con las sociedades abiertas. Por ejemplo, las que imaginan negar la evolución o las que afirman el creacionismo. Pero ninguna de estas creencias es delito. La supuesta apertura de las sociedades es algo complejo y constituye un concepto discutible. Lo decisivo no es imponer a los grupos sociales de todo el mundo el discutible concepto de sociedad abierta. Basta ya de Ilustración obligatoria. Sabemos que eso no va a ningún sitio.

Organicemos mejor un sentido común de lo criminal y lo éticamente intolerable en el que puedan participar también las observancias religiosas plurales y quizá avancemos a una Ilustración considerada con las creencias y eficaz en el largo plazo. Ayudemos a diferenciar entre recomendaciones de las observancias religiosas y delitos. Pero publicar una acusación tan grave como la de Reinares, que aquellas observancias «se propagan en nuestras entidades islámicas» produciendo una instrumentalización de los terroristas, esto no ayuda a nadie. En realidad es un paralogismo: desde las creencias contrarias a la sociedad abierta se pasa a la instrumentalización del terrorismo. Esto es confuso y está cargado de sobreentendidos poco claros. El general Miguel Ángel Ballesteros, que ha publicado un excelente libro titulado Yihadismo en La Huerta Grande, lo dice sin ambages: muchos terroristas se radicalizan en nuestras prisiones europeas.

Este tipo de comentarios a lo Reinares prepara las voces de Theresa May y de Donald Trump, que reclaman mano dura y restringir derechos de comunidades y de refugiados. Sin embargo, si somos un poco más analíticos, quizá sea interesante preguntarnos, respecto al terrorismo del EI, algo como lo siguiente: ¿Cómo se selecciona el objetivo? ¿Cómo se recluta a los actores? Respecto a lo segundo es fácil responder. Sea quien sea el agente de reclutamiento, se centra en los jóvenes desequilibrados de nuestras sociedades. Podemos dejar sin analizar el origen de esos desequilibrios. No lo sabemos, porque nunca hemos podido escuchar las respuestas de un superviviente. Por eso es tan importante no perder los nervios. El terrorismo usa la locura que crece en nuestro seno. No le demos más armas extendiéndola con políticas enloquecidas.

La primera es más compleja, pero si algo sabemos es que cuanto más miedo tenga la sociedad más se cebará en ella el terrorismo. Es una ley básica del terrorismo: golpear donde sea más efectivo. Donde el miedo domine más, el efecto desestabilizador del terror será más hondo. El Reino Unido ha entrado en una situación de ansiedad e inseguridad provocada por la cadena de errores cometida por sus élites, desde David Cameron a May. Y eso se percibe. Un ciudadano levanta su mano y pregunta a Jeremy Corbyn -que recupera a la juventud con un discurso eficaz- si usaría las armas nucleares para salvar a los británicos. Una pregunta así deja a su paso una estela de miedo en el ambiente. Los perros rabiosos lo huelen. Y saben que ahí pueden desestabilizar más. Y si de esa manera ayudan a elegir líderes estúpidos, mucho mejor para ellos. Saben que su ejército crecerá.