Cuando en el 2010 un Tribunal Constitucional (TC) con magistrados «caducados» anuló partes de un Estatut aprobado hacía cuatro años por el Congreso y el Senado (la soberanía nacional) y por el pueblo de Cataluña en referéndum, pocos políticos fueron conscientes de que jugaban con fuego. Desde luego ni Rajoy, que veía satisfecho el nacionalismo de parte del PP y que se beneficiaba de la bofetada al PSOE, ni el propio Zapatero, que creía que la sentencia era la salida menos mala posible.

Ni Rajoy ni Zapatero quisieron oír la anterior advertencia del president Montilla sobre la creciente desafección de Cataluña. Sacar la pasta del tubo de dientes es fácil, los niños lo aprenden rápido, pero volverla a meter es casi imposible. Desde entonces las cosas han ido de mal en peor en la relación España-Cataluña, un asunto sobre el que Ortega y Gasset ya dijo -en la II República- que lo máximo a lo que se podía aspirar era la «conllevancia». Pero Rajoy ha rumiado poco la no realista frase de aquel intelectual españolista y republicano.

Nunca hay un único culpable. Artur Mas ganó las elecciones catalanas del 2010 como candidato «business friendly» pero ya con el mantra de que la vía estatutaria estaba liquidada. Y cuando, en minoría en Cataluña, se topó con que el PP de la mayoría absoluta le ninguneaba, reaccionó con altanería: si no me aceptáis lo del pacto fiscal, os vais a enterar, fomento la ola independentista y cabalgo sobre ella.

Mas ha tenido que casi abandonar la vida política tras que en el 2015 las CUP -un partido antisistema que forma parte de la mayoría separatista- le vetara. Y su partido ha cambiado de nombre tras el grave escándalo de Jordi Pujol y su extensa familia, y es superado en todas las encuestas por la ERC de Oriol Jonqueras.

Y este viernes, siete años después de la sentencia del TC que el presidente Puigdemont recordó, el independentismo ha anunciado un referéndum unilateral sobre la independencia para el domingo 1 de octubre. En una Cataluña dividida en la que, según las encuestas, la mayoría no quiere la separación pero tampoco el «estatu quo» sino que desea una tercera vía, mayor autogobierno dentro de España. Algo que no gusta ni al gobierno de Madrid ni al de Barcelona.

Ahora Puigdemont y Jonqueras, al convocar un referéndum sobre una república independiente, insisten en extraer del tubo la poca pasta de dientes que quedaba. Saben que es difícil que se salgan con la suya porque en un estado de Derecho una parte del estado no puede ignorar las leyes fundamentales y porque -si hubiera referéndum- no se está claro lo que votarían los catalanes. Pero apuestan a que una mala reacción de Madrid incremente la desafección. O piensan que en un tubo de dientes dos veces saqueado (primero por el TC a instancias del PP y ahora por el referéndum ilegal) sólo un milagro podría lograr que la pasta de dientes regresara al tubo.

Hemos llegado al tan temido choque de trenes y es difícil que -acabe como acabe- avancemos hacia la «conllevancia» que para Ortega era el horizonte posible. Es una estulticia que el nacionalismo miope, de los unos y de los otros, nos haya arrastrado a cegar los caminos de la Constitución del 78 que tuvo en Miquel Roca y Jordi Sole Tura dos ponentes catalanes.

Rajoy tiene razón en que se pierde legitimidad democrática cuando se viola el estado de Derecho. Pero cuando el 47,8% de los catalanes que votan en unas elecciones «plebiscitarias» se inclinan por el independentismo es que algo va mal y huele a podrido.

Y el separatismo acierta. Cataluña está dolida por una sentencia que corrigió lo votado por la soberanía nacional (cierto que el TC puede hacerlo) y que además había sido votado en referéndum contra la consigna del PP y de ERC. Jurídicamente el TC podía pero fue un gravísimo error. Se debió no al tan criticado bipartidismo sino al odio africano que -salvo situaciones extremas- domina el trato entre PP y PSOE.

El gobierno de Madrid, cercado por la corrupción y vapuleado por la sentencia unánime de inconstitucionalidad de la amnistía fiscal de Montoro, no afronta el choque en su mejor momento. Pero el populismo independentista tampoco. El admirado SNP, que estuvo a punto de ganar el referéndum escocés del 2014, acaba de perder casi la mitad de sus diputados en las elecciones británicas. El rupturismo acostumbra a tener tiempo limitado.

¿Servirá el mal momento de ambos para que reflexionen antes de disparar? Parece que no.

Londres: conservadores irresponsables

Therese May ha ganado por la mínima -sin mayoría absoluta, cosa rara en Gran Bretaña- las elecciones pero ha sufrido una fuerte derrota que puede incluso liquidar su carrera política. Cuando anticipó en nada menos que tres años la cita electoral, lo hizo creyendo -las encuestas de abril- que incrementaría hasta 100 la escasa mayoría absoluta de diputados que tenía. Quería ser una nueva Thatcher que dominara con mano de hierro a los conservadores y negociar desde una posición de fuerza un Brexit duro: salir no sólo de la UE sino también del mercado único y limitar la entrada de inmigrantes europeos. Ya ha perdido las dos apuestas.

Y el partido conservador, expresión política de la clase dirigente, ha mostrado un alto grado de irresponsabilidad. Primero, David Cameron convocando, tras su victoria del 2015, un referéndum sobre el Brexit al que nada le obligaba, salvo que lo había prometido a los tories euroescépticos para no comprometer su liderazgo. Pensaba que ganaría el referéndum y lo perdió. Ahora May, queriéndose catapultar recurriendo al populismo del Brexit duro (contra la inmigración) y negándose a ver las negativas consecuencias para la economía de la salida del mercado único.

Al final los laboristas de Jeremy Corbyn, pese a la deriva a la izquierda, han demostrado más sensatez al no querer abandonar el mercado único y tener menos aversión a la inmigración. Y la remontada de la campaña indica que el tono distendido de Corbyn y sus críticas a los recortes han conectado mas que el populismo nacionalista. Cierto que los atentados de Manchester y Londres han facilitado extender la crítica al descenso de 19.000 policías durante el etapa de May en el ministerio del Interior. Pero debe ser una de las pocas veces en que la demanda de más seguridad no ha beneficiado a la derecha. Cierto también que May cometió errores de bulto como anunciar en campaña -sin consultarlo casi a nadie- que recortaría los beneficios sociales de la clase media con vivienda propia de determinado valor. Y retirarlo dos días después.

El resultado conservador es más grave porque coincide con la práctica desaparición del Ukip (el partido antieuropeo y antiinmigración) que en el 2015 sacó un 13% de los votos. May no se ha beneficiado del discurso populista ya que sólo un poco los liberales y mucho más los laboristas han ganado diputados.

Conclusión: cuando un partido de gobierno, de derechas o de izquierdas, cae en la tentación del populismo está alimentando una corriente que luego puede no controlar. Y hoy Gran Bretaña tiene una inestabilidad interna mucho mayor que cuando Cameron ganó en el 2015, no sabe cuál debe ser su relación con Europa, y su economía (la libra volvió a bajar al conocerse los resultados) ha entrado en una etapa de incertidumbre.