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Elecciones turbias

Las conclusiones que se extraen de la victoria por estrecho margen de May y la pérdida de su apuesta política

Las elecciones son un gran invento. Constituyen el único procedimiento efectivo para resolver la división de opiniones existente en la sociedad y conseguir que las decisiones políticas respondan a las preferencias de los ciudadanos. En cada cita electoral, los votantes tienen en sus manos la suerte del Gobierno. Pueden premiarlo o castigarlo, concediéndole una nueva mayoría o expulsándolo del poder. La democracia que conocemos se basa en este supuesto. Pero exige que se den dos condiciones: una competición abierta y limpia por el voto y electores informados. La experiencia reciente de algunas de las mejores democracias del mundo, sin embargo, no es muy alentadora. Al contrario, provoca verdadera inquietud.

Véase lo sucedido en el Reino Unido. El anterior jefe del Ejecutivo, David Cameron, disfrutaba en 2015 de una cómoda mayoría parlamentaria, aunque en su agenda figuraban asuntos complicados. La victoria del "Brexit" en el referéndum celebrado el año siguiente, en parte debida a la intoxicación de la opinión pública realizada con gran éxito por la marca fugaz del populismo británico, desembocó en su dimisión. Tomó el relevo en el Gobierno Theresa May, que, en vista de la ventaja de veinte puntos que le daban las encuestas, quiso adelantar las elecciones con el fin de obtener el apoyo de los electores que le faltaba y así fortalecerse ante las negociaciones con la Unión Europea. De manera que convocó los comicios confiada en el resultado, como si se tratara de un mero trámite.

Sucedió entonces que la vida política del país giró rápidamente en otra dirección. Desde el mismo día en que la primera ministra anunció las elecciones, el voto laborista se disparó en las encuestas como un cohete, impulsado por los jóvenes, que expresaron a través de una gran movilización electoral su rechazo al Gobierno más que un apoyo al líder de la oposición. Un 40% de los simpatizantes laboristas declaraba en los días previos a la jornada electoral que votaría a Corbyn aunque no porque les gustara para presidir el Gobierno. El programa de los "tories" incluía medidas que generaron una enorme polémica. Y se percibía con claridad a medida que avanzaba la campaña que el liderazgo que ejercía su candidata en el partido y en la sociedad era muy débil. El resultado es que el aumento de la participación, en todo caso inferior al 70%, ha favorecido a los dos partidos mayores, pero mucho más a los laboristas, que crecen 10 puntos y ganan 30 escaños, que a los conservadores, que a pesar de subir cinco puntos pierden 13 escaños. May ha ganado las elecciones por un estrecho margen de dos puntos, pero ha perdido la apuesta política. Su posición es ahora muy vulnerable. Está obligada a pactar el Gobierno con un pequeño partido ultraconservador y queda a merced de los líderes de la Unión Europea. Corbyn se ha apresurado a pedir su inmediata dimisión, ofreciéndose a formar Gobierno con su minoría, y algunos dirigentes conservadores no han esperado para conspirar abiertamente contra ella.

Por su tradición política, su sistema electoral y su parlamentarismo, el Reino Unido define un modelo de democracia que se ha distinguido por la solvencia y una estabilidad a prueba de bombas, y que ha servido de ejemplo a muchos países. Ya no es así. El electorado es más volátil, quizá también más voluble, las encuestan no detectan todos sus movimientos con claridad y difieren en sus pronósticos, y nadie da un duro por un Gobierno recién salido de las urnas, que aún no se ha formado. La política británica de estos años no sigue las pautas que la han caracterizado durante siglos y se está adentrando en un terreno desconocido, volviéndose en consecuencia menos previsible.

Con todo, quedará por explicar la influencia del atentado terrorista en el voto. Alteró el estado anímico y el contenido de la campaña electoral, pero es posible que nunca lleguemos a saber cuál ha sido su repercusión en el resultado de las elecciones. Tampoco tengo la seguridad de que nos convenga saberlo. Porque es obvio que los terroristas actúan en fechas señaladas con toda la intención de perturbar los procesos electorales en nuestras democracias. Lo hicieron en 2004 en España, lo han vuelto a hacer en Francia y en el Reino Unido, y podemos dar por seguro que lo intentarán de nuevo.

El terrorismo no es el único agente que enturbia las elecciones en las democracias. Pueden citarse varios de distinta naturaleza, pero igualmente nocivos en la medida que modifican radicalmente las condiciones en las que se llevan a cabo las elecciones. Uno es la desinformación, manipulación o confusión deliberada de los electores, como hemos visto en el referéndum del "Brexit" o en la campaña de las presidenciales en Estados Unidos. Otro puede ser un país. Se da por probada la intervención de Rusia en la elección de Trump y hay fundadas sospechas de su injerencia en la política francesa. Otro es la financiación ilegal de los partidos políticos y las campañas electorales. Los ingresos del PP de más de una década están sometidos a una investigación judicial y, en paralelo, otra parlamentaria. Los dirigentes del partido han respondido anunciando que pondrán el foco sobre las fuentes de financiación del resto de los partidos. Todo ello supone una dura prueba, de incalculables consecuencias, para la democracia española.

La democracia es la forma política preferida por la inmensa mayoría de los ciudadanos, al menos en esta parte del mundo, porque les concede la oportunidad de decidir quién gobierna y de acuerdo con qué reglas. Las dudas sobre la democracia surgen cuando el juego electoral no es limpio o las elecciones no producen los efectos esperados. Y esto es lo que está empezando a pasar hasta en las democracias más consolidadas. La confusión está invadiendo la esfera política. Como bien ha escrito José María Maravall, "resulta intrigante que muchos aspectos de la política democrática sigan envueltos en la oscuridad".

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