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El fútbol base exige una reflexión

Transito a menudo por los campos del fútbol base, en pueblos y ciudades valencianos, y huyo despavorido cuando oigo el siguiente grito de guerra: «¡Intensidad!». Me voy a la otra parte del campo. De tanto escucharlo a los profesionales, los padres y los entrenadores han llegado a la conclusión de que la clave para sus niños sean grandes figuras es que le metan «intensidad». La misma que sirvió al CD Serranos alevín para apalizar sin piedad al Benicalap C por 25 a 0. Ya no se trata solo de ganar, sino de machacar al contrario. Los padres y los entrenadores ya no les piden a sus chavales regates, pases, chuts o un simple divertimento con la pelota. Piden intensidad.

Todo normal para muchos si no fuera porque el CD Serranos ha abierto un debate al prescindir de los servicios del técnico después de que los propios padres del equipo local alertaran de la humillación a los niños rivales de 11 años del Benicalap. No se trata de convertir al entrenador despachado en un chivo expiatorio. Forma parte de una cultura imperante de culto a la victoria y a la celebridad. Es necesaria una reflexión. ¿Qué lección se llevan los críos que reciben 25 goles en contra? ¿Y los que golean? ¿Por qué la federación permite tanta desigualdad? En Noruega o Canadá, por ejemplo, cuando un equipo de chiquillos se pone con 5 goles de ventaja, el conjunto rival puede introducir un jugador más. Hay muchas fórmulas para evitar la vejación.

El entrenador de base debe ser antes que nada un educador. Así lo entiende el Plus Xàtiva, que también ha tomado medidas al apartar a un preparador de alevines que, en un torneo reciente en El Planter de Puçol, instó a sus futbolistas de 11 años a romperles las piernas a los adversarios del Pobla de Farnals. El técnico ha pedido disculpas, pero no va a entrenar a niños de momento. Es reconfortante la reacción fulminante de los clubes cuando se les cuelan entrenadores sin las mínimas cualidades pedagógicas.

España disfruta de la mejor generación de futbolistas de su historia. Un centro del campo con Busquets, Isco, Iniesta, Thiago y Silva, como el que el domingo pasado derrotó a Macedonia (1-2), es un deleite para los ojos. Gente con una visión lúdica del juego. El futbolista español es, junto al brasileño, el más cotizado del planeta. Las universidades estadounidenses se los rifan para subir el nivel de sus equipos. Les ofrecen becas y estudios a cambio de fútbol. Las escuelas españolas están a la cabeza en la formación de los chavales. Y, sin embargo, cabe replantearse si las academias de fútbol no se están convirtiendo en un circo en el que mueven a nuestros hijos.

En estos días de finales de curso, los torneos de categorías inferiores se reproducen como setas. Y a los niños se les planifican partidos en cascada: siete en una jornada a 40 grados de temperatura, sin una sombra a la vista, como sucedió el domingo pasado en el campo de El Alter de Torrent.

Más allá del Valencia CF, el Levante UD o el Villarreal, que siempre lo han hecho, las escuelas de clubes de un segundo escalón están usando estos torneos como un mercadeo incesante de niños desde los 10 años a quienes se les ofrece, a través de los padres, el dorado de jugar en la Superliga alevín. La tentación es difícil de resistir. La mayoría de ellos no serán futbolistas, pero empiezan a sentir la presión de serlo desde muy pequeños. Van a exigirles competir, ganar, disputar los balones divididos y, sí, jugar con intensidad. Huyamos. Y recuperemos el placer del juego antes de que sea demasiado tarde.

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