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Maestros y cabestros

Un buen maestro nunca se olvida, como me pasa a mi con don Wenceslao Requeni, el hombre que se cruzó con mi vida en vísperas del bachillerato, hace medio siglo. Buenos maestros hay unos cuantos. Decía Félix de Azúa que antes de entrar en el asunto de las grandes catedrales tenía que explicarles a sus alumnos la inmortalidad del alma. Es pura lógica, tal vez por su absoluta falta de ella: nadie se suma a un esfuerzo colectivo con una proyección de ocho, doce generaciones sin la esperanza de una recompensa eterna. De las catedrales ahora vemos la belleza, pero la belleza nunca nos faltará pues -decía Jünger- son procesos asociados a la fosforescencia de los cadáveres, a nuestra propia mortalidad.

Por el Facebook, que es un acantilado novísimo sobre el que vienen a estrellarse ondas muy lejanas, me pregunta una señora que se llama María Dolores si Juanjo Piera es mi hermano. Lo es: fue su profesor de matemáticas, hace más de treinta años, me cuenta, en Llaurí, el pueblo del famoso sheriff. Mi hermano, que también fue entrenador y subió a preferente al equipo de fútbol de Sueca, se llevó un disgusto (tuvo la elegancia de disimularlo) el día en que le dije que estudiaría periodismo y no para físico nuclear. Lo que no le dije (porque tampoco yo lo sabía) es que había descubierto el mal o, por ser más exacto, el daño inmerecido ¿Podía dar cuenta del mal la distribución de los electrones según niveles de energía? No. La literatura podía confinarlo, sujeto a una larga cadena de palabras humeantes, como una bestia de fábula.

Don Wenceslao se regodeaba con las ocurrencias y tropiezos de sus alumnos que son fuente, en todas partes, del más intenso surrealismo. Se lo pasaba bien, cambiaba de idioma (en pleno franquismo) y de nivel cultural -de Simbad a Nel·lo Bacora-, iba de la geometría a la historia. Ahora los grandes demiurgos de la revolución educativa, por la vía política, son campeones del separatismo: de separar las ciencias de las letras, el castellano del valenciano, el pasado del presente, el laicismo de la tradición. Como todos los cabestros creen que el mundo empezó con ellos.

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