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¿Democracias rumbo al apocalipsis?

De un tiempo a esta parte, coincidiendo con la sucesión de malos resultados para el mundo bienpensante en las llamadas democracias occidentales, una buena parte de los intelectuales atentos a la deriva social han encendido las señales de alarma. Hasta esta temporada, los fenómenos imprevistos no pasaban del estadio anecdótico, pero el cataclismo del brexit británico seguido por la victoria presidencial de Donald Trump han elevado los síntomas a la condición de enfermedad.

El veredicto ahora mismo parece casi unánime: las democracias occidentales están en decadencia, el pueblo se ha hartado de tanta corrupción e ineptitud política, y empoderado y con su voto a cuestas ha empezado la liquidación del establishment. Los más agoreros comparan la situación actual con dos periodos históricos de grandes convulsiones modernas: la crisis rusa que dio lugar a la revolución de 1917, y el crash del 29 que activó el hundimiento de la democracia burguesa tanto en Alemania como en otros países europeos.

No me las quiero dar de augur, porque desde luego el mundo en que vivimos no está exento de peligros dado que practica diversos juegos peligrosos en el alambre de la civilización, sobre todo en lo tocante al equilibrio ecológico del planeta. Pero sí me gustaría señalar que una buena parte de las corrientes de opinión que se generan, incluyendo las más de fondo, han estado y estarán muy influidas por construcciones psicológicas previas que condicionan la percepción de la realidad.

Al descubrir tales mecanismos hay que llamarle simplemente experiencia, pues son los años y la manía de detenerse a pensar las cosas que suceden la fuente de ese conocimiento. Los filósofos le llaman fenomelogía, los economistas ciclos y los historiadores mentalidades. Nunca ha vivido la humanidad con tal grado de opulencia y bienestar, nunca la medicina había conseguido tantos logros y posiblemente nunca el sistema había sido tan capaz de asimilar a tantos millones de seres y de tan variados y remotos lugares. Nunca jamás. Pero a pesar de todo ello, los nubarrones del pesimismo se ciernen sobre nosotros. ¿No será que a cada época, a cada ciclo, le corresponde una fase de euforia más o menos larga y otra de decadencia más o menos aguda, y que es la imagen que se construye la que termina haciéndonos ver lo que no existe y hasta, como en las profecías autocumplidas, provocando la creación de la propia realidad basada en esa imagen?

Carlos Marx, un pensador tan citado como poco leído, filósofo que devino en teórico de la economía para sustentar una opción política que difundió a través de su oficio en el periodismo, combatió como pocos la preeminencia de las ideas sobre la realidad. Fue él quien convirtió la ideología en una categoría política, la superestructura de la que se valían los dueños de los medios de producción para controlar el poder. Sus propuestas han sido secundadas y combatidas en abundancia. Sus novedades conceptuales en el campo de la economía siguen sorprendiendo, pero su explicación de los resortes de la historia ha quedado obsoleta por más que una plétora de historiadores neomarxistas haya tratado de actualizar sus teorías. Cuanto más atrás nos encaminamos en el tiempo histórico más perdido parece el materialismo con el que el marxismo académico ha tratado de explicarse.

Con la caída del Muro de Berlín, los historiadores y sociólogos que bebían de Marx, se replegaron a sus cuarteles de invierno. Los estructuralistas, muchos de ellos de origen materialista, habían ocupado su lugar, incluyendo a aquellos que aportaron las lecciones del psicologismo que se difundieron como la pólvora a raíz del éxito popular de Sigmund Freud. En pleno apoteosis neoliberal, se anunció el fin de la historia. Francis Fukuyama lo creyó así, y otros intelectuales empezaron a analizar una sociedad ya llamada postmoderna basada en el descreimiento de los valores y la transformación de la realidad en ficción. Unos deconstruían y otros lo veían todo líquido.

La crisis de 2007 ha vuelto a cambiar el ciclo al sobrevenir el desastre económico que se ha organizado por el capital financiero especulativo. Todo es deuda en el actual sistema, explica otro pensador de orientación marxista, Etienne Balibar, en un artículo publicado por Pasajes, revista seria de pensamiento contemporáneo que editan desde Valencia, Pedro Ruiz y Gustau Muñoz. La crisis ahora nos ha devuelto el pensamiento crítico de raíz progresista que detecta un alto nivel de toxicidad en el mundo, cada vez más acompañado por masas de jóvenes en paro, militantes frustrados y obreros sin perspectiva. La desigualdad, la quiebra del pacto social -¿entre ricos y desposeídos?- y la radicalización política a derecha e izquierda es el mantra legado como vaticinio por Tony Judt, el último gran pensador de la escuela británica socialdemócrata (anticomunista) y al que se venera como un luminoso faro.

Pero mientras los intelectuales siguen tratando de dilucidar qué pasa en el mundo, el escenario se ha llenado de esas ideas que se utilizan no para el debate, sino para percutir sobre el adversario en lo político, especialmente por aquellos que han sido invitados por primera vez al banquete institucional. Parece ser que hay un estado de emergencia social pero no sabemos dónde ni a qué hora se le espera, pero en cualquier caso se vocifera su existencia. Han sido dos días esta semana pasada en la que por momentos y por algunos de los diputados del país pareciera que surcábamos los días sin pan que finalmente culminaron con la toma de la Bastilla en el ardiente verano de 1789 abriendo de par en par un nuevo tiempo de la Historia. Esperemos debatirlo como toca y que no sea una serpiente informativa provocada por la ola de calor por más que al presidente del Gobierno le pille en pleno Tour de Francia y fumando un puro leyendo el Marca toda vez que la FAES ya no parece que le vaya a molestar por un tiempo. Por contra, Joan Baldoví quiere aprovechar el asueto estival para fomentar los encuentros. ¿Volvemos a las universidades de verano?

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