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La adrenalina del basket

Me pongo muy, demasiado nervioso. El baloncesto despliega mucha adrenalina, cambia de color en cuestión de segundos. Nada que ver con el fútbol ni con cualquier otro deporte. No tiene punto medio. Estás tranquilo si ganas de mucho, pero entonces el partido no tiene interés y te vas a comer un hot-dog; y lo mismo ocurre a la inversa: si te dan una paliza, te dejas llevar, no hay de qué. Pero si el partido está en sazón, uno arriba, uno abajo, se convierte en el deporte más emocionante. Depende de un golpe de inspiración, de un toque mágico que sale cuando sale, de la danza frente al enemigo. En el fútbol todo se ve venir, la táctica es como posicionar a un ejército de Napoleón. En el basket todo es cuestión de obstáculos y centímetros: en el parquet y en los jugadores, es un deporte de chispazos, de halo anímico.

Si no voy con ningún equipo, entonces lo disfruto con tranquilidad. Las series por el anillo americano, por ejemplo, han sido formidables con Durant y Curry avasallando el enorme poderío de LeBron e Irving€ O la final four universitaria, el torneo que más me gusta, con esas bandas de metal que animan sin cesar a los equipos de North Carolina, Kentucky, Duke o la jesuítica Gonzaga€ Aunque nunca será lo mismo sin el ratatatá de Andrés Montes.

Pero si voy con un equipo, es horrible. Lo fueron las noches y las madrugadas locas siguiendo al cinco español en la Olimpiada de Los Ángeles, cuando los Corbalán, Epi, Margall, Iturriaga, Romay y compañía lograron lo impensable, ¡ganar a Yugoslavia! Y jugar la final con el mejor equipo universitario de la historia, el de Jordan, Ewing y Chris Mullin. El baloncesto, entonces, era un equipo de madrileños y catalanes, que se jugaba en los patios de los buenos colegios de las ciudades y cuyos practicantes siempre parecían más educados y leídos que los pobres futbolistas de la época. Por entonces, el equipo valenciano más famoso era el Choleck de Llíria, y sus crónicas para este periódico las escribía el novelista Alfons Cervera.

Años después vino el Mundial y el Europeo con otra banda para el recuerdo, la de los hermanos Gasol a los que han acompañado algunos de los mejores bases europeos: Navarro, Calderón, Llull, Ricky, Rodríguez€ En el Mundial las pasamos muy mal en las semifinales con Argentina, yo no podía más, pero en el último partido no hubo color, ni emoción, ni nervios, ni nada, apabullaron a la Grecia del peligroso Spanoulis. Y en el Europeo del año pasado, como no iban de favoritos, aunque empezamos fatal, perdiendo dos partidos, terminamos ganando fácil a Lituania. Y con el València Bàsquet, que era el Pamesa, hemos ido viendo su crecimiento, su consolidación entre los mejores, formando jugadores insignia como Víctor Luengo y Nacho Rodilla€ Se ganó una Copa del Rey€ y ahí estábamos, en la pomada, pero siempre por debajo de Madrid y Barça, y también de Baskonia, en pos de las medallas desde la Fuente de San Luis, donde alguna vez acudimos a la grada de la mano del galerista Tomás March, un gran aficionado que fue uno de sus primeros socios, la época en que leíamos las crónicas épicas de Minerva Mínguez.

La temporada pasada hubo récord de partidos ganados y poco acierto en los play-offs. Este año el equipo no iba tan embalado, promediaba sus partidos en la liga regular, pero llegó limpio de polvo y paja a la final de la Copa con el Madrid para perder del modo más triste, en el último momento con los triples locos de Llull y una jugada injusta campo atrás. Pero todavía más duro fue lo de Unicaja en la Fonteta, con los malagueños ya rendidos los naranjas sufrieron un mal de altura pocas veces visto en la Euroliga, sus brazos eran auténtico plomo. Se dejaron remontar más de 16 puntos en el último cuarto: 20 a 4 de parcial en ese periodo. La hecatombe.

Puede que aquella amarga noche haya acompañado al Valencia en estos play-offs por la Liga Endesa, ha endurecido su carácter, han aprendido a no atacar a lo loco, a evitar los intercambios de golpes sin ton ni son, a ser más maquinales. Ese es el gran valor de este equipo donde no hay aleros de excepción, ni pivots gigantes, ni bases supersónicos, pero donde todos son buenos, y versátiles, capaces del sacrificio que supone apretar en defensa, hacer las ayudas, y no tirar hasta encontrar una buena posición. A lo largo de la docena de partidos que han tenido lugar en este play-off, casi todos los miembros del equipo, los titulares y los del banquillo, no solo han aportado sino que han tenido momentos decisivos, en los que han sido capaces de ponerse encima la mochila de la responsabilidad para fundir al rival: San Emeterio, sin duda, y Dubljevic, así como Diot, Thomas, Sato, Vives, Oriola, Sastre, Sikma o incluso, recuperado a última hora, Rafa Martínez.

No es un cuento, es la pura realidad, este equipo ha hecho gala del lema de su camiseta: la cultura del esfuerzo, porque no es una plantilla confeccionada a golpe de talonario como las del Madrid o del Barça que suelen duplicar los presupuestos del València Bàsquet, ni cuenta todavía con un vivero suficiente de escuelas para producir jugadores a la yugoslava, aunque se propone tenerlo en el futuro. Tampoco puedo valorar si Pedro Martínez es un gran entrenador: le oigo hablar y es enormemente sensato y moderado, siempre valora al rival y cuida a los suyos. Eso tiene enjundia.

Visto lo que había visto, estos play-offs me los he ido grabando para verlos con rebobinador, hacia delante y hacia atrás, saltándome los tiempos muertos que a mi me matan, obviando los instantes de angustia equilibrada€ Me evité el sufrimiento de los dos primeros, porque el tercero fue un espectáculo arrollador. Llegados al último encuentro puse a la familia a verlo en directo en un cuarto mientras yo iba leyendo junto a la biblioteca. Entonces mi hijo me trajo la noticia, ¡Papá, ganamos de veintitantos! Solo así pude volver a la tele. ¡Ya era hora que ganáramos algo los de Valencia!, suelta el niño. ¡Y tanto!

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