Mientras los académicos de la lengua en pleno, tras sesión urgente, agotados, convocan una beca para ver si algún joven cerebro logra hacer el análisis sintáctico de la frase de Mariano Rajoy, el resto del país se sobrepone a los incendios y los calores y busca la serenidad necesaria para analizar la moción de censura de Podemos. Incendios y parlamento son dos palabras que van unidas en la historia europea por muchos motivos. Unas veces los parlamentos arden por fuerzas oscuras; otras veces desde ellos se incendian países enteros. En este caso concreto no fue ni una cosa ni otra. El Parlamento fue puro parlamento. Y sin embargo, conviene unir las dos cosas, por si hubiera algún despistado que asumiese la tesis de que estamos de vuelta a la normalidad.

No. La política fiscal y presupuestaria de las últimas décadas ha dejado a nuestras sociedades convertidas en polvorines. Hemos visto los efectos inmediatos a corto plazo. Todavía nos falta conocer los del largo. El incendio de Londres es el ejemplo de lo que puede pasar cuando el espíritu de avaricia, de indiferencia cruel y de desprecio se ceba con las clases populares con la certeza de la impunidad, garantizada por un Gobierno tory que trata de la misma manera y con el mismo espíritu a la generalidad del país. Y qué decir de Portugal, el pueblo más noble de Europa, sometido a una política humillante de recortes que le impide disponer de una adecuada acción contra los incendios que año tras año devastan el país. Decenas de muertos, en todo caso, que nos hablan de algo que todavía puede llegar, como símbolo de las tragedias que nos esperan en el futuro si el complejo dispositivo de nuestras sociedades, degradado por la incuria y el desdén, no es renovado con recursos, competencia y convicción.

De este incendio continuo, a veces con llamas que claman al cielo y a veces con un fuego negro y pestífero que nos asfixia, de eso iba la moción de censura. Solo que en España, además de la avaricia, de la insensibilidad moral, del sadismo mental y de la crueldad que han mostrado tantas elites europeas, no contentos con todo eso, nos roban. Hay quien dice que Irene Montero debía controlar mejor la respiración al hablar en la tribuna. ¿Pero cómo no extenuarse cuando se trata de recitar la agotadora pulsión de corrupción de los líderes del PP? Y por supuesto los que se quedaron sin argumentos sobre el circo, se volvieron con hipocresía al argumento contrario: Pablo Iglesias había dado una conferencia. Pero ¿por qué no unimos los dos discursos como se debe? La asfixiante corrupción de los dirigentes actuales del PP se vería como la manifestación en el presente de una constante en la historia de España, donde el poder solo ha tenido un sentido: botín sin entregar a cambio sino desprecio y altanería.

Carl Schmitt decía que las élites son aquellos grupos que no permiten que se escriba su biografía. Y añadía que en su lugar, para tapar el hueco, esos grupos ofrecen una poetización y un sentido romántico de la historia. Eso ha funcionado en España muy bien a lo largo de siglos. En las actas de Cortes, en las crónicas, en los libros de historia, en las conferencias de los académicos, allí no se dejaban expuestos los crímenes. Los regueros de vicio y amargura se cubrían con la poesía de la historia. El día 13 de junio se rompió esta tradición histórica. En la ocasión solemne de una moción de censura, en el Congreso, con luz y taquígrafos, se levantó acta notarial de una realidad que no podrá cubrir ninguna poesía de la historia (ya se sabe, el bla bla bla de que somos un gran país, la nación más antigua de Europa, y demás). Quien no observe la moción de censura desde esta dimensión histórica no podrá ver su profundo significado.

Y este es que un grupo de jóvenes libres exige su lugar representativo y directivo en el presente, sin sentir la menor tentación de cubrir con tenebrosas complicidades las fechorías de sus mayores. Nunca pasó esto antes en nuestra historia. Eso los caracteriza respecto del PSOE, que todavía tendrá que decidir si está dispuesto a un ajuste de cuentas con el pasado. Mientras no lo haga, la decencia política de este país está solo con Podemos. Frente a esta consideración, los errores que pueda haber cometido Iglesias en el pasado no se pueden objetar ahora. El caso es que sólo sobre la premisa de lo que se dijo en la moción de censura cabe una política nueva. De forma sorprendente, Ciudadanos no se sumó. Podría haber reconocido la verdad: que hay consenso en acabar con una dirección política corrupta, pero que no lo hay sobre un programa común. Pero confesar esto compromete a buscar un horizonte nuevo, y al parecer Albert Rivera ya tiene agotados sus compromisos con lo viejo. La única verdad que le resta es recordar a Iglesias que Solé i Tura no son dos palabras agudas.

La moción de censura no puede ser juzgada por un cambio de gobierno. Se sabía de antemano que esto no iba a pasar. Debe ser juzgada más bien por otro efecto, de naturaleza mental. El psicoanalista Jacques Lacan decía que toda frase tiene abierto su significado hasta que no recibe su «point de capiton». Entonces, todo lo que sucede en la frase puede ser situado tanto retrospectivamente como anticipatoriamente. La moción de censura debe ser juzgada según este concepto y función. Se trata de saber si ha producido el efecto de completar el sentido de la época de Rajoy, de si produce la impresión no solo de final de época, sino de inicio de otro tiempo. Esto es liberador. Hemos concluido una fase y la libertad prepara el futuro. A juzgar por la famosa frase de Rajoy, que siguen analizando los gramáticos, éste no sabe acabarla prestando un sentido a sus actos. Es puro caos mental. Y si quien tiene que acabarla es Rafael Hernando, entonces sólo puede hacerlo echando mano de uno de los efectos del caos mental, el machismo abyecto.

La moción de censura ha causado la impresión general de que Rajoy sobrevive en el tiempo de la basura porque la conmoción política ha sido tan fuerte, que los actores no se han asentado lo suficiente como para ultimar la jugada. Pero él no da la sensación de control, sino de estar noqueado. Podemos ha tenido que medir su punch y su pegada, su flexibilidad y su consistencia para darse cuenta de que no basta tener cintura, sino también fuerza. La moción de censura ha sido un golpe seco y eficaz. Ni el más cerril de sus enemigos puede negar que, tras la moción de censura, Iglesias parece un político más consistente. Ahora que se ha marcado el antes y el después, que estamos ante un nuevo comienzo, el siguiente paso debe ser medido con esmero, de tal forma que el próximo golpe sea igual de duro.

Y esto sólo puede significar una cosa. Estudiar bien al rival y saber dónde tiene el punto débil. Y acerca de esto no caben dudas. Con el tal Francisco Granados largando por ahí con infinita desfachatez, y el juez Eloy Velasco dudando que la contratación con Arturo Fernández fuera legal, parece evidente que la guerra de los sectores de Esperanza Aguirre con Cristina Cifuentes va a arreciar. Que esos sectores se volcarán hacia Rivera, apenas podemos dudarlo. Así las cosas, con el partido de Madrid en trizas, y a año y medio de las elecciones, es el momento político maduro de dejar claro que las heridas de Podemos se han cerrado y que se atiende a la objetividad de las cosas. Si el martes pasado decía que la batalla no ha hecho sino empezar, hoy parece evidente que la batalla se llama Madrid.