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El crepúsculo del humor

Q ue los noventa hace tiempo que volvieron a nuestras pantallas, es un hecho. El recuerdo es rentable, funciona de maravilla y no supone un gran gasto neurológico a los que cocinan el entretenimiento para el estomago agradecido y de fácil digestión.

Los personajes, aquellos que han podido, tampoco se fueron nunca. Subsisten con la excusa de andar anclados en el subconsciente de su público de antaño.

Las Leticia Sabater y compañía, nunca mueren. Duermen y despiertan ávidas de minutos de gloria a cualquier precio, al más puro estilo folclórica adicta al foco que se resiste a dejarlo a tiempo, antes de convertirse en la comedia de su vida, reflejo de aquello que fue y hoy ya no.

A veces no deja de saberme mal. Lo veo estos días en la figura de Ángel Garó, gran artista en un momento que muy poco tiene de gran. Hace un cuarto de siglo, él era tan famoso como Curro y Cobi juntos.

Si levantasen la cabeza, qué dirían estos iconos, extraños animales patrios, al ver a quién hacía reír a medio país, sentado en el «Sábado deluxe», entrevistándose a sí mismo y exorcizándose de sus cosas del pasado. Todo, con cheque de por medio y en una dramatización, en la que el clímax consistía en una escena en la que confesar que su abuela, de pequeño, no le daba ni Cola Cao.

A Ángel, lo conocí en una reciente noche de estreno y éxito, en la que resonaban los aplausos en el Teatre Talia. Recuerdo su versatilidad cambiando de personalidad, con una portentosa facilidad sobre el escenario. Fue una grata sorpresa descubrir que Garó era mucho más que ese Juan de la Cosa con el que me partía de risa siendo niño.

No ha tenido la misma destreza para gestionar el capitulo más reciente de su vida, un melodrama.

Ser estrella no debe ser fácil, pero más complicado debe resultar dejar de serlo. Como dice un buen amigo que lo conoce muy bien, cual Norma Desmond en el crepúsculo de los dioses€

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