«Defender la alegría como una certeza/defenderla del óxido y la roña/de la famosa pátina del tiempo/del relente y del oportunismo/de los proxenetas de la risa» (Mario Benedetti)

La cuenta atrás ha empezado. España se convierte esta semana en el centro mundial de la reivindicación de los derechos LGTB. Detrás de lo que, aún algunos arcaicos personajes, ven como una celebración de jolgorio, se esconde mucho más. Se trata de la defensa de los derechos humanos, concretamente del colectivo LGTBI. «Pero si ya pueden casarse»: dicen desde algunos sectores ideológicos, pero la verdad dista mucho de esta reduccionista, sesgada y falsa información.

La lucha por el respeto a nuestra comunidad se extiende tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Cierto es que, en nuestro fuero interno, la legislación ha sufrido un avance sin precedentes en las últimas décadas y que se han ido dotando de instrumentos para que cualquier persona, ame a quien ame o se sienta como se sienta, pueda desarrollar su vida y personalidad con plenitud. Pero la igualdad no solo se construye a golpe de BOE. Se requiere mucho más. Se necesita de una conciencia colectiva, arraigada en lo social y cultural y que se base en el respeto a la heterogeneidad de las sociedades modernas. Y en este sentido, aún es largo el camino por recorrer.

Alan, joven barcelonés, fue acosado en la escuela por ser transexual, terminando su historia del modo más trágico posible. Andy y Jorge fueron agredidos en la puerta de una discoteca, por simplemente quererse. Y así se escriben infinitas páginas de informes que demuestran que son reales y diarias las agresiones y el acoso que las lesbianas, gais, transexuales y bisexuales sufren en nuestro país. La homofobia y la transfobia son una amenaza real. Todo ello por no hablar de quienes, ya en pleno siglo XXI, no dejan de ver en la homosexualidad y transexualidad una causa patológica.

Hacia dentro y hacia fuera. No sólo existe el colectivo LGTBI en Europa o en Occidente. El trato injusto y degradante al que son sometidos en muchos lugares hacen de esta una labor global y necesaria. Así es esta lucha. No podemos cerrar los ojos ante la manifiesta represión que sufrimos alrededor del mundo. Torturas, asesinatos, ejecuciones, censura, abusos, la negación de un sinfín de derechos familiares son, entre otros, el precio que pagan miles de personas por no renunciar a ser ellos mismos: por amar o por definir su identidad.

Jean-Claude Roger Mbede, camerunés de 31 años, fue condenado a tres años de prisión por incurrir en «tentativa de homosexualidad». Este es el trato y la situación de gays, lesbianas, transexuales, bisexuales e intersexuales en todo el mundo, y en especial, en África. Continente en el que ven la homosexualidad como algo ajeno, impropio de africanos. Donde se enfrentan no sólo al rechazo social, sino a la represión institucional. Donde terminan incluso teniendo sentimientos de abnegación y culpabilidad por querer a alguien de su mismo sexo o por tener una identidad de género distinta a la que su entorno esperaría de ellos.

Historias como las de Alan, las de Jean-Claude y las de miles de mártires anónimos hacen más necesario que nunca una reivindicación conjunta de quienes creemos en los derechos humanos. No sólo el colectivo LGTBI debe luchar por sus derechos. De igual modo que el feminismo no sólo es una lucha de la mujer, la lucha contra estas fobias no es una partida que deba jugarse en nuestro tablero. Se trata de mucho más, de una tarea que define nuestra dignidad como sociedad.

En Madrid vamos a tener la oportunidad de gritar, todos a una, que ya está bien de sancionar y rechazar el libre amor y la libre determinación de género. Y hacerlo, aunque a muchos duela, con alegría y entusiasmo. Defendiendo la alegría (como diría Benedetti) de amar y de ser uno mismo. Siendo visibles y haciendo despertar la conciencia de que esta es una lucha que incumbe a todos.