El último atentado terrorista en Londres, de carácter islamófobo, pone de manifiesto, como ha señalado la primera ministra Theresa May, que Europa tiene un problema con el radicalismo islámico, pero también con el de extrema derecha, este último avivado por partidos políticos de todo el continente. Ambos nacen del odio, se alimentan del miedo, son imprevisibles y buscan desestabilizar las democracias. Pueden estar planificados y cometidos por un grupo organizado pero también por los llamados «lobos solitarios», que en la mayoría de los casos se adoctrinan a través de Internet o las redes sociales y se amparan en la impunidad y el anonimato del medio, abandonando espacios tradicionales como mezquitas, clubs sociales o estadios de fútbol.

Estos radicalismos constituyen una nueva expresión del terrorismo al que se enfrenta la Unión Europea y que los británicos acaban de sufrir con pocos días de diferencia, constatando además que ambos se retroalimentan. El mayor aliado de los grupos islamófobos es sin ninguna duda el DAESH o ISIS, porque sus crímenes están fabricados para dañar —además de a los propios musulmanes— a las democracias y justificar el racismo europeo. De hecho, la inteligencia británica ha verificado que en los últimos cinco años han aumentado un 30% los delitos cometidos por la extrema derecha y que, tras los atentados yihadistas de Manchester, el número de estos delitos se ha disparado. No obstante, aunque es cierto que el yihadismo parece que golpea con más fuerza, no hay que olvidar que el radicalismo, venga de donde venga, merma los valores de tolerancia, libertad y respeto.

Pero los crímenes de la nueva extrema derecha no son nuevos para los europeos. Han pasado casi seis años desde que Anders Breivik asesinara a 77 jóvenes en Noruega en su guerra contra el multiculturalismo y la «invasión musulmana», responsabilizando a la clase política que la había permitido. Ahora, Darren Osborne centra su lucha en el Islam. Ambos actos constituyen delitos de odio, un concepto que desde las instituciones europeas comenzaron a tomarse en serio tras la matanza de Utoya, aunque desde la Conferencia de Durban, ya en 2001, se reconociera formalmente esta tipología criminal. Afortunadamente, nunca es tarde, aunque no todos los estados de la UE le confieran la misma importancia.

En España el radicalismo de extrema derecha acaba de reaparecer en Mallorca con uno de los grupos neonazis más peligrosos de toda Europa, Hammerskins. Sin embargo, para el gobierno y el plural Parlamento este radicalismo parece inofensivo, dada su reticencia a aprobar una Ley Integral contra los Delitos de Odio que prevenga estos actos de intolerancia criminal, proteja a las víctimas y refuerce las políticas para erradicarlos. Los 4.000 incidentes y agresiones al año, las más de 1.000 webs xenófobas, los conciertos de música neofascista o los más de 10.000 ultras y neonazis no parecen constituir motivos suficientes para que en España se tome en serio el odio. No sólo el que alimenta el yihadismo, sino todo aquel capaz de convertirse en terror, como el que los británicos o noruegos han vivido.