Lo que complica todavía más las cosas en el problema catalán es no disponer de herramientas conceptuales para resolverlo. Pero peor todavía, es no querer tenerlas. En efecto, la mala fe del partido del Gobierno, y de Cs con él, se demuestra en el hecho de que ambos sólo tienen expresiones de desprecio para aquéllos que buscan fórmulas de arreglo. Lo mismo se puede decir respecto de los conocimientos históricos que se ponen en juego. Al dar por buena la visión de la historia de España de las élites centrales, el partido del Gobierno no está en condiciones de comprender el problema catalán porque ni siquiera puede imaginar que exista un contencioso de interpretaciones. Al jugar exclusivamente a la contra, los de Rajoy y los de Rivera confiesan que no tienen otra oferta para Cataluña que las interpretaciones propias, sin reparar en el sencillo hecho de que esas interpretaciones ya son parte del problema. De esta manera, el Gobierno usa la legalidad para encubrir su dogmatismo y comodidad. Al negar toda descripción alternativa de los problemas, lleva a los actores catalanes a un callejón sin salida. En el mundo civilizado, una acción revolucionaria desde el punto de vista de la legalidad es precisamente eso.

Colocados en el dilema de una legalidad dogmática, que en la interpretación dominante amenaza sus percepciones como pueblo, o una acción claramente ilegal y revolucionaria, los líderes catalanistas han elegido esta segunda opción. Este hecho solo puede ser testimonio de una situación desesperada. Nadie se mete en ese embrollo por gusto. Si estuviéramos en una batalla entre enemigos, resulta evidente que, al llevar las cosas a este extremo, el Gobierno va ganando la partida. Pero no es menos cierto que, al conducir este juego con ese espíritu, el Gobierno se desentiende de comprender el problema, niega que exista, ignora la posible justicia que haya en la reclamación de los catalanistas y sólo tiene una palabra, la que pronunció Wert en su día: Cataluña es una región más de España, y si algunos no lo creen, entonces es preciso españolizarlos. Esa estrategia no hace sino confirmar los peores miedos de muchos ciudadanos catalanes.

Resulta evidente que esta estrategia revela una profunda hostilidad a las élites catalanistas y que todo el proceso esté preparado para su destrucción política. Se puede argumentar que destruir una élite no es destruir un pueblo, pero resulta claro que desarticular toda una estructura de representación, en la que una buena parte de ese pueblo tiene depositadas sus percepciones, es un ejercicio que va más allá de la comprensión democrática de las cosas. Nadie puede negar que la utilización del Tribunal Constitucional para hacer frente a los órganos representativos de la soberanía de la nación española (las Cortes) y del pueblo catalán (el referéndum), presentó esta dimensión de hostilidad extrema, que no reparó en la profunda erosión a la que sometía el entramado constitucional. El tribunal no hizo nada positivo y se limitó a bloquear la situación, dejando empantanado el problema. Usar las instituciones del Estado con este espíritu está lejos de ser legítimo. En realidad, es usarlas para forzar una interpretación de las mismas tan restrictiva, que sólo puede ser aceptada por una de las partes, la que se siente vencedora.

De nuevo, la lógica de victoria sobre el enemigo. Esa es la mentalidad de hecho. Ahora, todos se ríen de la ocurrencia de Sánchez de que España es una nación de naciones. Pero el Gobierno debería hacer algo más que reírse. Por supuesto que Rajoy no quiere ni oír hablar de la pregunta elemental: ¿qué entiende él que quiere decir la Constitución cuando diferencia entre nacionalidades y regiones? Esta pregunta es legítima y legal, y apuesto mi mano a que ningún miembro del Gobierno sabría qué responder. La brutalidad teórica de las opciones políticas populares tiene que ver con este asunto. Y cuando se ríen o desprecian lo que dice Sánchez, en el fondo confiesan que no están dispuestos a ir más allá de su complejo abismo de prejuicios. Y de este modo es muy difícil encontrar una salida. La brutalidad teórica no es sino la antesala de la brutalidad legal, política y jurídica. Cuando las cosas están ahí, tener de su parte la legalidad no es sinónimo de justicia.

¿No hay ningún curso de argumentación que pueda sacarnos de los prejuicios de unos y del callejón sin salida de otros? Quizá. Pero sólo con un buen espíritu democrático. Asumamos que la Constitución quiso reconocer nacionalidades y regiones. Asumamos que una nacionalidad, para la Constitución, significa algo. De otro modo no las diferenciaría de las regiones. Asumamos que las nacionalidades son tales en virtud de sus especificidades históricas. Asumamos que, con independencia del texto constitucional, tal reconocimiento se vio cuando se aceptó la existencia de la Generalitat catalana como dotada de una legitimidad que no derivaba de la Constitución, pues comenzó a funcionar antes de que la Carta Magna estuviera aprobada. Asumamos que esto implica un compromiso del texto constitucional con la protección de derechos históricos de los catalanes. Aceptemos que estas peculiaridades hacen referencia a sus instituciones históricas, su idioma, su cultura, su capacidad productiva como pueblo económico, y algo respecto a lo que todo ello no es sino un medio: su existencia como pueblo reconocible entre los pueblos europeos.

Si todo esto es verdad, como creo que lo que es, la Constitución española tiene un deber de protección del pueblo catalán y sus instituciones históricas para impedir su desaparición. Pero aquí está el problema central. Acerca del miedo a la desaparición histórica de un pueblo, la palabra no puede ser entregada a una instancia diferente de este propio pueblo. El juez de este litigio no puede ser otro. Un pueblo no puede asumir que otro interprete su miedo a desaparecer. Tiene que hacerlo él. No puede entregar a castellanos, aragoneses o vascos la valoración acerca de estar en peligro de desaparición. «Catalanes, no tenéis razón para temer algo», esta es una frase absurda dicha por otros. Sólo un sujeto tiene la capacidad de enunciar ciertos juicios acerca del miedo por su existencia.

Este es el problema fundamental. Miedo existencial. Y si uno no lo escucha y lo comprende, no entiende nada. Y esto es así porque nunca antes como ahora el Estado español demostró una capacidad de homogeneización tan eficaz. Nunca antes el Estado español fue tan fuerte. Nunca los procesos de mundialización han sido tan efectivos aliados con la fuerzas homogeneizadoras del Estado. Nunca el castellano fue una cultura mundial tan poderosa. Nunca el capitalismo español, firmemente apoyado por el Estado, fue tan expansivo. Y por eso las élites catalanistas, llevadas al extremo en que han sido colocadas por las altas instituciones del Estado, al menos asumen esto: perderemos esta batalla, pero llevaremos al Estado a una situación de altísimo riesgo y desestabilización. Si nosotros no nos salvamos, España tampoco.

Si las cosas en la realidad tienen algo que ver con lo que aquí defiendo, sólo hay una salida. Preguntar a esas élites (ahora en el Gobierno catalán) temerosas por su futuro como pueblo, qué tendría que reconocer la Constitución española hoy para renovar la promesa de protección y libertad del pueblo catalán que está en el espíritu de la Carta del 78. Para ello, debemos interpretar que la capacidad de los parlamentarios catalanistas para plantear este contencioso, se debe a que es la expresión sincera de que en el actual estatus quo ya no ven futuro seguro y solvente para esa nacionalidad que en 1978 se juró proteger y defender. Y una vez que las medidas que a su juicio garantizarían ese futuro estén claras, entonces someter esta propuesta a los españoles y a los catalanes. Pues estoy seguro de que la inmensa mayoría de los catalanes y los españoles queremos vivir juntos sin que esa vida en común sea percibida por una de las partes como una amenaza.