La pedagogía política y la comunicación siempre ha sido uno de los grandes escollos del Partido Popular, un déficit que ha venido arrastrando desde hace décadas y que se ha mostrado incapaz de resolver. Ejemplo claro de esa dificultad que tiene para convencer y conectar con los ciudadanos se ha podido ver nuevamente en el debate generado a raíz de la sentencia del Tribunal Constitucional que declara nula la amnistía fiscal impulsada en el año 2012.

Durante su intervención en el Congreso, Mariano Rajoy se esforzó en minimizar los fundamentos sobre los que se asienta la citada resolución judicial, llegando a mantener que eran simples «juicios de valor», una afirmación que no sólo chirría, sino que demuestra un escaso rigor jurídico por parte del presidente del Gobierno. Los meros «juicios de valor», como él los califica, son verdaderos fundamentos de Derecho en los que se asienta una sentencia especialmente dura con su acción de gobierno, donde llega a acusar al Estado de abdicar de su obligación de hacer efectiva la obligación de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos públicos, legitimando a quienes de forma insolidaria incumplían su deber de tributar de acuerdo con su capacidad económica.

El remate a ese equilibrismo dialéctico lo puso posteriormente el ministro Cristóbal Montoro, que hizo suyos los argumentos fallidos empleados por la Abogacía del Estado en ese procedimiento judicial, entre ellos la situación de crisis económica que atravesaba el país y la necesidad de articular instrumentos especiales de declaración voluntaria por parte de quienes han incumplido sus obligaciones de contribuir al sostenimiento de los gastos generales, calificando estas medidas como «cebo para los pececitos».

Escuchando a ambos, uno podría llegar a pensar que tener a estos delincuentes es lo mejor que nos podía pasar y que los «pececitos» de Luis Bárcenas, Rodrigo Rato, la familia Pujol o algunas grandes fortunas de este país nos salvaron del rescate económico con su desinteresada generosidad. Sin embargo, lo bien cierto es que si hubieran cumplido con sus obligaciones fiscales, o cuanto menos, el Estado dotara a la Inspección de Hacienda con los medios necesarios para perseguir a estos defraudares, las arcas públicas habrían ingresado dos o tres veces el dinero que finalmente se recaudó. La amnistía fue un premio para todos ellos, que les permitió beneficiarse de un gravamen único del 10 por ciento, exento de intereses, recargos y sanciones, algo que expresamente subraya el Tribunal Constitucional en un fallo. Al final, parece que los «pececitos» de Montoro eran auténticas pirañas, con las que el Gobierno actuó con absoluta permisividad.