Nació en Móstar en 1932 y falleció en Zagreb hace unos meses. El libro que lo hizo famoso fue esa inclasificable obra que lleva por título "Breviario mediterráneo", ante la que el lector se siente, si es marinero en tierra, como el Ulises de Giorgio Bergamini: un navegante que, en batín y slippers, surca océanos acodado sobre mapas portulanos extendidos sobre la mesa de estudio. El autor de este denso epítome ha singlado el "Mare nostrum" con el propósito de trazar la línea perimetral que lo circunda y se ha encontrado con la vastedad de una cuenca cuyos confines se hallan, no en los arenales y cantiles del litoral, sino en la occidental Lusitania, la oriental Mesopotamia, la septentrional Panonia y las meridionales forestas africanas que el implacable Sáhara ramonea. "Los sabios antiguos enseñaban que el Mediterráneo se extendía hasta donde llega el olivo". Hablamos de Predrag Matvejevic, vate de la Mitteleuropa que "manglarea" en las tonalidades azules y verdes del Mediterráneo. Es autor también de un libro, igualmente denso por el acúmulo de erudición, sobre el pan. "Nació entre cenizas, encima de una piedra. Es más antiguo que la escritura. Sus primeros nombres están grabados en tablillas de arcilla". El libro se titula "Nuestro pan de cada día". En efecto, en los archivos de Uruk y Ebla se menciona el trigo, sembrado y cosechado en las llanuras fértiles que riegan el Éufrates y el Tigris. En ellas, Nisaba, la diosa de los cereales, acariciaba, con las yemas de sus dedos electrizantes, las altas, erguidas, tremulosas y pungentes espigas, que un viento ahilado sacudía a la par que sus cabellos. Con el grano, molido en primitivos artefactos de piedra, y agua, se preparaba la masa que servía para confeccionar las hogazas, los panecillos, las obleas y los pasteles que eran tan del gusto de los dioses. El pan fue, ya desde el principio, alimento bendecido por el cielo y viático para subir a él. Y vino de Oriente a Occidente por el sendero vectorial que señalan, desde su silenciosa altura, los astros, a cuya luz han viajado, desde el Levante hasta el Poniente, los imperios, las civilizaciones, la escritura y el pan, amasado éste en artesas que han sido cunas de humanidad, alumbrada entre los dolores de un parto distócico y la exudación diaforética de la frente, como se lee en el Génesis. Se le llamó de todo: pan de vida, pan de las lágrimas, pan eterno, pan de la hospitalidad, pan bendito, pan de oblación, pan de los ángeles, pan de la amistad, pan de los muertos, pan santo y pan de los pobres. Supo lo que era el calor irresistible cuando el artífice lo depositó bajo cenizas, o en brasas, o sobre una piedra, o entre dos planchas, o dentro de un horno, o en un cacharro de barro o de metal. Adoptó formas caprichosas y congenió con el óleo, el vino, la leche, el sésamo, el cardamomo, la amapola, el jengibre, la naranja, la nuez, el higo, la uva, el dátil, el clavo y la miel. Hasta setenta y dos clases de pan llegaron a existir, según Crisipo de Tiana, autor del tratado "Artopoikon". Mas lo que verdaderamente hace único al pan entre la multitud de los alimentos que el hombre se lleva a la boca es su relación con el cuerpo. Decía el presocrático Anaxágoras que las sustancias que, en gran variedad, componen el cuerpo humano son las del pan que ingerimos, formado de tierra, agua y fuego, elementos primordiales de la naturaleza y definidores de los distintos temperamentos: sanguíneo, colé- rico, flemático y melancólico. Penetra en el cuerpo como olor inconfundible, que perdura a lo largo de la vida, evocando las horas felices de la infancia y de la adolescencia, en el hogar y en la tierra natal; como sabor, no sólo del trigo y de la sal, sino del leño que ha nutrido el fuego: del roble, el haya, el fresno, el chopo, el olmo, el carpe, la encina, el abeto o el acebuche; a través de los dedos, que acarician las arrugas y rebordes, arrancan los corruscos y rompen los canteros; y de los ojos, pues decía San Gregorio de Nisa que "el que ve el pan de alguna manera ve el cuerpo humano, porque introducido el pan en el cuerpo se hace cuerpo". Hay, pues, un vínculo irrompible que los aúna. Es por ello por lo que, en el cristianismo, esta agregación inefable sucede de manera singular en la eucaristía. Refiere el libro bíblico de los Números que los hebreos llegaron a aborrecer el maná, con el que Dios los alimentaba en el desierto, porque les parecía que era un pan insustancial, sin cuerpo. Y es que ése no era el pan último y definitivo, aunque cayera del cielo. Sí lo es, en cambio, aquel acerca del cual habló Jesús extensamente en la sinagoga de Cafarnaún. Un pan con cuerpo: el suyo. El que dio a comer a sus discípulos en el Cenáculo, mientras pronunciaba las palabras inolvidables de su donación: "Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo". Un pan que es manjar divino. Sacia, pero no harta. Y está salpimentado, no con saboreadoras semillas de sésamo, amapola o cardamomo, sino con las del Amor infinito y la Vida eterna.