Entramos en el verano, la estación en que la carne se muestra y libera, de modo que toca hablar de sexo. Un par de advertencias (lingüísticas, por supuesto) al respective. Tengan cuidado con el uso del verbo allegar, sobre todo si lo usan en forma pronominal, o sea, allegarse. Sí, significa arrimarse o acercarse. Pero aunque esté en desuso, también allegarse quiere decir «conocer carnalmente a otra persona». De manera que si usted declara que se va a allegar a Margarita o a Margarito aprovechando los calores caniculares es posible que alguien interprete que se dispone a practicar un coito margariteño. Y va el segundo aviso: si llamamos voyerista a la persona que disfruta contemplando actitudes íntimas o eróticas de otras personas, ¿cómo definiríamos tal actividad? ¿Con palabros como voyerizar o, siguiendo el gusto posmoderno por los archisílabos, voyerizatizar? Qué va, no lo haga, pues desde Costa Rica nos llega la solución: diga samuelear, que, referido a un hombre, es contemplar o tratar de verle las partes sexuales o los muslos a una mujer.

El idioma español da para todo. Ahora que proliferan los canallas psicópatas que dejan en los parques carne con veneno y cristales envueltos en chocolate para que los perros perezcan; ahora que crecen los miserables ladrones y secuestradores de perros, les explico lo que significa la palabra sorrabar. Es nada menos que besar a un animal debajo del rabo. Literalmente. ¿Una perversión? Nada de eso. La Real Academia Española lo aclara: «Era castigo infamante que se imponía antiguamente a los ladrones de perros». Yo, que soy muy de perros, siento crecer mi lado oscuro cuando con espanto leo noticias sobre la criminalidad contra los canes: me viene ese sorrabar a la cabeza, como pena apetecible para los culpables de tal maldad pura (o, para qué negarlo, para esos inciviles dueños que o bien adiestran perros en la agresividad, o bien dejan pruebas excrementales de su compañero para vergüenza de quienes somos limpitos). Aunque acaso fuera suficiente, para que mi lado oscuro se calme, desearles que se conviertan en angurrientos, según lo que significa tal vocablo en México: «Persona que orina frecuentemente». (En otros lugares de la América hispanohablante vale por ávido, codicioso e incluso hambriento). Y, ya en un deseo de venganza de la que me avergüenzo un pelín, que los diablos los hagan escomeados, o sea, que sufran estangurria (micción dolorosa). Y, ya puestos, me alegraría que se zurruscaran, ya que zurruscarse nombra la desgracia de irse de vientre sin que la voluntad medie en el desahogo. Zurruscados, pues, o su contrario, estíptico, que es sinónimo de estreñido, aunque también de avaro y mezquino, qué cosas tiene la lengua española, para qué querrán extranjerismos.

¿Se imaginan el desconcierto de los oponentes dialécticos si uno tirase de ese español desusado y respondiese a los bárbaros así: «Su mala leche de usted procede, sin duda, de lo angurriento que es, si no escomeado, pues solo una estangurria o el aspecto que usted tiene de zurruscarse con frecuencia, a no ser que sufra por estíptico, hacen a un homínido actuar así»? Se quedarían sin palabras, perplejos, desconcertados el tiempo suficiente para darse uno a la fuga a la carrera, que quien capaz es de maltratar a un perro solo anida maldad salvaje dentro y conviene guardar las distancias con tales monstruos.

Palabras españolas muertas o moribundas, si bien graciosas. Tal parecen oblitos, cuerpos extraños olvidados en el interior de un paciente durante una intervención quirúrgica o, en este caso, durante la habitual intervención lingüística de los anglófilos imperiales.