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De la Transición a la nueva política

Con paradas en el desencanto, la modernización, el intento de condenar la memoria al olvido, la insumisión indignada y la aparición de una nueva política en el ámbito de la socialdemocracia, la derecha sigue contumaz en lo suyo.

La Transición se llevó por delante el núcleo intransigente de los vencedores de la guerra civil, amnistió las atrocidades subsiguientes en la larga noche de la dictadura; por supuesto, no pudo eliminar el recuerdo, aún bien presente y condenarlo al olvido. Redujo asimismo a límites inverosímiles la resistencia del Partido Comunista, sus sacrificios humanos e ideológicos. Propuso una reconsideración de la dilatada disputa territorial, eliminada manu militari, en sentido estricto, por Franco, alumbrando una nueva perspectiva que se bautizó como «Estado autonómico». Estableció una Constitución que para los aperturistas del régimen era lo máximo y para la mayoría social y democrática el punto de partida, uno de los equívocos que nos alcanza hoy.

Las grandes esperanzas, largo tiempo contenidas, fueron sacudidas por el golpe de Estado de 1981, que se banaliza con lo de intentona. No fue tal, al menos en lo que concierne a las consecuencias: el retroceso autonómico, la adhesión a la OTAN y la imprescindible reconversión industrial. La Lofca, el precedente de los Pactos de la Moncloa y la reconversión. La pirueta del referéndum sobre la permanencia en la OTAN selló la etapa. La perplejidad ciudadana se tradujo en un breve período de desencanto.

Que no privó del entusiasmo colectivo en las elecciones locales de 1979, reconfirmadas en 1983, ni en el sonado triunfo del PSOE en las elecciones generales de octubre de 1982. La oleada esperanzada tuvo como causa la contenida ambición de modernidad del país, ejemplificada en los primeros ayuntamientos democráticos, y el objetivo de incorporar el anacrónico Estado español a la corriente principal del pensamiento y la acción políticas en Europa, la CEE, objetivo conseguido en enero de 1986.

El desencanto, que lo hubo, se contuvo en los márgenes, entre minorías activas pero sin capacidad de arrastre sobre una ciudadanía que, al fin, respiraba la libertad, aspiraba a la igualdad, a la restitución de los derechos e identidades arrebatados por las armas y la larga secuencia de represión, y alejamiento del espacio europeo, el natural humana, social, y políticamente propios. Pendiente la histórica cuestión catalana y, bajo la violencia, la vasca. Pero estas pueden ser objeto de otro análisis, en relación a los nacionalismos, incluido el soslayado, por interiorizado, nacionalismo español.

La «aburrida democracia» que nos recetaba B. Probst Salomon formaba parte de la cotidianeidad de una ciudadanía desperezada de la pesadilla franquista. Se sucedían las elecciones a todos los niveles de las nuevas administraciones. Los partidos políticos, sindicatos, organizaciones patronales, asociaciones vecinales, o las ONG formaban parte del acervo común.

La tranquilidad se vio truncada por la temprana aparición de la corrupción política, que en realidad era económica en el sentido espurio. La promiscuidad entre políticos, empresarios, sindicalistas, medios de comunicación, bajo la atenta custodia de las nuevas formas de dominación, ajenas a todo control, las transnacionales y sus gobiernos cómplices, que se tradujo en epidemia, cuya pestilencia y efectos nos alcanzan en el presente con la amenaza sobre el futuro.

Las burbujas, como la siempre citada inmobiliaria, con su espectacularidad, no dejan de ser el fuego que alumbra la podredumbre más profunda, la que alcanza a infectar incluso a las víctimas del saqueo. La indignación, la insumisión, constituyen la respuesta exasperada, incluso agresiva a la devastación. Ruina de la convivencia civil en primer lugar, expolio de los expoliados habituales, la mayoría. Y denuncia expresa de la obsecuencia de las organizaciones, partidos, sindicatos, tenidos por defensores de la igualdad, presuntos vigilantes de las desviaciones de los poderes públicos. Ante su inacción, o su débil respuesta, la insumisión. Y con ello la aparición de fuerzas políticas y sociales llamadas emergentes, aceptadas por los ciudadanos indignados cuya trayectoria y horizonte de representación parecen acotados.

Entretanto, el mundo ha cambiado, el pasado no tiene retorno. La globalidad ha generado nuevos retos y el futuro, como señala Fontana, es un país extraño, al que no son ajenos en absoluto nuevos horizontes geoestratégicos que consolidan nuevos poderes. La globalidad además se queda, negarla es de necios y renunciar a gobernarla, a regularla, de suicidas.

En este escenario, los escobazos a las capas dirigentes tradicionales abundan, se extienden. Asoma una nueva política, tras el secuestro del pensamiento ultra, neocon, de la inexistencia de alternativas. Rechazo insuficiente en el Reino Unido, pero conexión del anciano laborismo de Corbyn con los jóvenes urbanitas digitales y los excluidos por el sistema, destinados a la muerte cuanto antes al decir de la insigne Lagarde, sucesora de los dirigentes del FMI en su carrera delictiva. Se abre paso la respetabilidad del liderazgo de António Costa en Portugal. Las bases militantes, en fin, del socialismo español han iniciado el incierto camino de limpiar la casa desde dentro y alumbrar, aun con titubeos, una nueva política socialdemócrata.

Justo al lado, la mayoría social rechaza las excrecencias del fascismo de Wilders, Le Pen y Orban y Cía., y se lo piensan ante los nuevos retos de los grandes poderes como la fábrica mundial de China, que además cuenta con las capacidades militares y diplomáticas como nunca antes vistas. Para los renuentes quedan, ¡y en qué medida!, Macron o Renzi, la nueva versión socioliberal, democrática, que no ponen en duda la necesidad de la organización supraestatal, en nuestro caso la Unión Europea, y con su propuesta de reformulación de un Estado del bienestar parecen retomar el camino del mal menor para los grandes intereses de las élites nacionales, y sobre todo de las corporaciones multinacionales anónimas.

El rechazo requiere una nueva formulación de los valores, objetivos e instrumentos -incluídos los partidos- de la socialdemocracia. En esto consiste, un vez más, lo que podemos llamar la nueva política. A la ciudadanía corresponde la elección.

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