Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La política se sigue pensando en términos maniqueos

Fareed Zakaria. Dice de él su ficha en El Confidencial, donde suele publicar en España, que es "de origen indio e instalado en Nueva York€ posiblemente el analista más influyente del mundo en temas de política internacional. Pasó por las universidades de Yale y Harvard, tiene su propio programa en la CNN y trabaja como editor de la revista 'Time'. Sus análisis se publican en algunos de los diarios más prestigiosos del mundo, como 'The Washington Post'". Buena carta de presentación.

Y en efecto, Zakaria es un fino pensador que no cae en el simplismo maniqueo: la división social y política en buenos y malos, y que incorpora a sus análisis cuestiones más complejas como los imaginarios colectivos, el devenir de las mentalidades y las diversas formas de entender el mundo. Su última entrega es una brillante exposición sobre los errores del Partido Demócrata en Estados Unidos, en cuyo círculo interno la economía es el valor que justifica todas las políticas desde los tiempos del "antiestúpido" Bill Clinton. En cambio, Zakaria habla de los problemas de identidad en un país donde las tensiones raciales siguen siendo un denominador común, o de las posiciones defensivas de franjas de obreros de costumbres tradicionales ante el avance de los derechos de colectivos discriminados como los homosexuales, un país en el que se ha abierto una enorme brecha entre los ciudadanos de las grandes urbes y acceso a las universidades, y ese medio oeste rural tan profundo como fuera de la historia.

Algo parecido ocurre entre nosotros cuando se analiza la cuestión catalana, aunque conviene aclarar que al hablar de identidad Zakaria no se refiere a la adhesión a la nación, sino a un esquema cultural, a una forma de vida. En esa línea, un reconocido historiador de la economía, el barcelonés Gabriel Tortella, declaraba en El Cultural que el problema catalán tampoco es explicable desde el punto de vista estrictamente económico -por más que finalmente pudiera arreglarse con dinero-, sino de construcción de una doctrina al servicio de las élites políticas. La nación, en suma, siempre es un invento.

Tortella también habla sobre la desorientación de la socialdemocracia, que la achaca a su propio triunfo. El Estado social estaría enfermo de éxito, pues ha sido asumido en sus líneas maestras por todo el espectro ideológico de la política europea. Trump y el brexit serían algo el último canto de cisne del clasismo anglosajón contra ese "liberalismo asistencial a la europea", como lo define Tortella. De ahí, prosigue, que la izquierda busque nuevos caladeros de votos en los colectivos minoritarios, incluyendo el nacionalismo irredento, el feminismo o los LGTB.

Y precisamente estos días hemos visto ejemplos preclaros en ese sentido. El Gobierno conservador español ha anunciado una rebaja fiscal para los mileuristas, así como una mejora del límite del gasto autonómico y una convocatoria de empleo público en la Administración central que no se veía desde el inicio de la crisis en 2007. Puede que tales medidas, fácilmente clasificables como de izquierdas, se hayan llevado a cabo por mor de la precariedad parlamentaria del Gobierno presidido por Mariano Rajoy, presionado a su vez por su principal aliado, los Ciudadanos que lidera Albert Rivera, quienes efectivamente tienen mucho más claro llevar a cabo políticas de mayor amplitud social.

Pero sea como fuere, parece evidente que los conservadores europeos -salvedad de la zona eslava- no están por la labor de desmontar el Estado del bienestar, y que a lo sumo hablan de hacerlo sostenible en una coyuntura de bajo crecimiento, parón demográfico, sofisticación y encarecimiento de los servicios médicos así como de quiebra del sistema de pensiones. Y parece que en la extrema derecha se haya corrido la voz y sus posiciones proteccionistas cada vez más se asemejan a un manual de economía socializada.

Dicho lo cual, resulta llamativa la persistencia por parte de muchos pensadores situados a la izquierda en seguir analizando la realidad en términos extremadamente maniqueos, lo cual resulta un reduccionismo, útil para instruir pedagógicamente a los niños y para organizar la vida de los adultos impartiendo justicia moral, pero no como herramienta con la que analizar el mundo actual. El filósofo alemán Nietzsche reconstruyó la genealogía del pensamiento maniqueo. El loco de Sils Maria, como también se le conoce, lo vislumbró con una lucidez asombrosa. Viajó hasta los orígenes, hasta Zaratustra, y le siguió la pista a través de su asunción por el cristianismo para culminar anunciando la muerte de Dios. ¡Cuán equivocado estaba!

Una mala lectura de Nietzsche desembocó en el mundo inmoral del nazismo, aunque su germen nihilista -la duda sobre todas las cosas, la única creencia en la nada- ha acompañado hasta el presente a la ciencia y al relativismo que suele sustentarla. Einstein no habría existido sin la revolución mental que supuso el autor de Más allá del bien y del mal, Nietzsche claro está.

Ese relativismo lo quiso combatir con sus ideas el último intelectual de la Iglesia Católica, el cardenal Joseph Ratzinger -Benedicto XVI- en un intento fallido. Ratzinger se propuso discutir con el neomarxista Jürgen Habermas y terminó haciendo teología de historieta al anunciar que en el portal de Belén nunca hubo ninguna burra. La Iglesia, sabia, jubiló al estudioso y buscó a un fraticelli, un jesuita, para predicar desde la bondad, desde una de las caras del maniqueísmo, la más amable.

Compartir el artículo

stats