Mi última comida en Aponiente, el restaurante que Ángel León regenta en el Puerto de Santa María, me hizo reflexionar sobre la teatralización de los restaurantes españoles. Primero fue la popularización del menú degustación, ahora la moda está en la escenografía del restaurante. Ya no se trata de sentarte a comer y esperar la larga sucesión de platos. Hoy, además, hay que vivir la experiencia. La visita al restaurante se convierte en una performance en la que han de pasar cosas que te sorprendan. Rebajar la atención sobre el plato para enfocarla sobre lo que ocurre a su alrededor.

Entrar en estos restaurantes conlleva un paseíllo por diferentes dependencias. La comida suele empezar con un previsible aperitivo en la terraza. Dicho así parecería interesante. Una forma de relajarte y romper el hielo. Sin embargo, ese concepto de terraza e informalidad se cae de golpe en cuanto entra en juego la película que el cocinero ha imaginado para tí. Debes llegar puntual a la cita en ese bar donde comienza el rígido menú degustación que el chef ha preparado. Una sucesión de platos importantísimos que el camarero recitará robando la magia que una copa de aperitivo pudiera tener (eso si te dejan elegir la copa, porque en algunos de ellos hasta esa bebida está ya predeterminada). Luego llegará el discurso mil veces repetido sobre el edificio, sobre las vajillas, sobre los accesorios€.

En la mesa, aparecerá un juego detrás de otro que roba la atención a la comida para entregarla al espectáculo. En ocasiones, uno tiene la sensación de estar sentado en el patio de butacas de un pequeño teatro viendo pasar actores que recitan un texto en lugar de camareros. La cosa puede tener alguna gracia si eres la primera mesa, pero ninguna si llegas el último. Una sala no es un escenario ni la comida una obra que comience cuando todos los espectadores se han sentado. Para cuando sea tu turno ya habrás oído el chiste y visto el truco de magia en las otras diez mesas.

Lo peor de la teatralización del comedor es toda la espontaneidad que se pierde. Se anula la personalidad del maitre o el camarero, que quedan absolutamente supeditados al guión escrito por el cocinero. Se pierde la conversación entre comensales (apenas queda hueco entre tanta poesía recitada con donaire para decirle a tu pareja lo guapa que está esa noche). Se pierde el restaurante como escenario en el que a los clientes les pasan cosas para convertirse en el escenario donde los clientes están obligados a ver y apreciar cosas. El comensal deja de ser el protagonista de un momento que vive con su gente para pasar a ser un mero espectador que mira y finge la sorpresa. Yo lo tengo claro, el comedor no se hizo para ver películas.