La comercialización con el cuerpo de las mujeres no es nueva. Considerar a las mujeres como objeto, tampoco. Venimos de siglos donde la explotación sexual se ha extendido por todo el planeta con el sometimiento de las mujeres y niñas más vulnerables y empobrecidas. Los nuevos tiempos abren también nuevas fórmulas de explotación y también nuevos y lucrativos negocios. De la explotación sexual se ha dado un salto a la explotación reproductiva a través de los vientres de alquiler que no solo vulneran los derechos de las mujeres, sino que se adentran en el peligroso terreno del comercio con seres humanos.

Cualquier confusión interesada suele esconder réditos que se enmascaran en medias verdades cuando no en simples mentiras. No hay un derecho a ser padres y madres. Hay un deseo que en ningún caso es equiparable. El vientre de alquiler mercantiliza a las mujeres, socava sus derechos y apuntala la feminización de la pobreza. Con estas premisas es obvio que la mayoritaria oposición del partido socialista es coherente con una formación que defiende la igualdad y el progreso. No es casualidad que los vientres de alquiler estén regulados en EE UU, la nación que representa el capitalismo más radical donde todo es susceptible de negocio, o en países con economías débiles en los que supone un alivio económico para mujeres en situación de necesidad. Es decir, implica un aprovechamiento de su fragilidad.

Los argumentarios al uso, como parte de la estrategia de una rentable actividad empresarial, inciden en expandir comparaciones absolutamente improcedentes. Una de ellas alude a las donaciones de órganos que, como su propio nombre indica, nada tiene que ver con una operación de compra-venta. El mercado es un pésimo regulador de las relaciones entre personas y, por tanto, hay que fijar límites. No todo se puede comprar y vender. No el cuerpo de la mujer. No un embarazo. No un bebé. No un ser humano. Ni por los 45.000 euros de Tailandia ni por los 120.000 que puede costar en EE UU. Tarifas que se publicitan por agencias y bufetes de manera obscena cuando de lo que se trata es de mercadear con personas. Llamarlo de otro modo es faltar a la verdad.

Las mujeres no somos máquinas reproductoras que fabrican hijos e hijas en interés de sus futuros criadores. Una realidad que confronta con iniciativas como la adoptada por Ciudadanos en el Congreso de los Diputados a favor de la gestación subrogada. En su proposición no de ley habla de «garantizar los derechos de todas las personas intervinientes en el proceso». ¿De qué garantía de derechos hablamos cuando una de las partes, la madre, renuncia a ellos? El derecho al que se accede a cambio de una suma de dinero se llama privilegio. Convendría no confundir ni con la semántica ni con las verdaderas intenciones de estas propuestas que apelan a una libertad individual que no es tal cuando se parte de una desigualdad estructural.

En los vientres de alquiler la cuestión de clase, además de la de género, es determinante. Es muy difícil, por no decir imposible, encontrar un caso en el que una mujer con holgados recursos económicos acceda a realizar una maternidad subrogada para una pareja carente de ellos. Este hecho constatable refuta la tesis de la libertad personal que, para el pensamiento liberal, queda subsumida en la libertad de contratar sin más consideraciones que la posibilidad pecuniaria de hacerlo. Por tanto, tal como se resume en un informe elaborado por el colectivo Profesionales de la Ética, «la maternidad de alquiler es una nueva forma de explotación de la mujer y de tráfico de personas que convierte a los niños y a las niñas en productos comerciales». Todo lo demás es confusión interesada.