El régimen de sospecha instalado en la sociedad es el terreno mejor abonado para el sicofante, el denunciante profesional, el calumniador. Desde la Grecia clásica, estos personajes han venido haciendo de las suyas, en especial frente a personalidades de algún relieve, convirtiéndoles en su principal objetivo. Individualmente u organizados en grupos, por propia iniciativa o sirviendo de palafreneros a otros, estos "perros del pueblo", como los calificó Demóstenes, continúan hoy extendiendo la duda sobre conductas ajenas, cuando no formulando abiertamente denuncias falsas o sin trascendencia legal con inequívoca intención de dañar la reputación de quien se ponga por delante.

Detrás de estas maquinaciones siempre suele haber algún precio. O lo intentan obtener del afectado por sus trapacerías, poniendo tasa a su silencio, o algún tercero lo acaba abonando. El afán destructivo acostumbra a ser su objetivo, sin importarles en exceso los medios. Cuanto mayor notoriedad alcance la presa, mayor recompensa, porque al sicofante solamente le interesan quienes puedan padecer sus estragos.

La ausencia de filtro del sistema a estas indeseables maniobras, haciéndose eco de las mismas sin contrastar pruebas y atajarlas en su raíz, constituye un socio inseparable de estos tejemanejes. Fiarlo todo a la réplica de la víctima no sirve como justificación: el mal ya está hecho con la mera insinuación o la sustanciación de unas diligencias, por más que se opongan razones convincentes y papeles sobre la mesa desde el primer instante.

Cierto que existe reproche jurídico a estas acusaciones falsas. Pero su saldo de eficiencia habitual no alcanza a disuadir de su práctica, como seguimos advirtiendo a diario, además de que la judicialización de esta defensa también supone un adicional quebranto reputacional para el agraviado, al deber someterse a un lento proceso en el que la sentencia del juicio popular está ya dictada, al eco de que cuando el río suena, agua lleva.

Una fórmula infalible para distinguir al sicofante del que no lo es consiste en atender a su modo de actuar. Si se limita a poner en conocimiento de las autoridades hechos que pueden revestir carácter irregular, con discreción y circunstanciados, estaremos ante alguien con loables intenciones. Si no lo hace así, sino introduciendo intencionalidad política o proyectando el foco mediático sobre sus infundios, entonces hablamos de estos sujetos que nos ocupan, tan frecuentes desafortunadamente en la dinámica actual.

La lucha contra la corrupción, en todos sus niveles, demanda sin duda de la seriedad y profesionalidad de quienes tienen confiadas estas esenciales atribuciones de control. Todo lo que se salga de ahí debiera estar extirpado de nuestras sociedades, haciendo que el peso de la ley caiga con rigor sobre quienes se dedican a denigrar gratuitamente a otros, con la nauseabunda idea de calumnia que algo queda. Y ello se extiende a quienes hacen uso indebido de las herramientas legales, jugando irresponsablemente con ellas, con el espurio empeño de arruinar el crédito de personas o instituciones tantas veces a sabiendas de su ausencia de culpabilidad.