La razón enmudece asomada al abismo de la barbarie irracional cometida en Cataluña. Buscar respuestas, siquiera como una forma de duelo, es imprescindible. Después de este terror han aparecido, además, otros horrores a los que debemos poner nombre también, porque el origen y la expresión del mal puede adoptar muchas formas: una ola de islamofobia está creciendo entre nosotros al identificar como terrorista a toda una religión de un modo falso; que el salafismo wahabita sea una parte ínfima del Islam no lo reduce a sus postulados. Pero para odiar sólo necesitamos una excusa. Así racionalizamos lo irracional del odio. En El chivo expiatorio, René Girard explica la reproducción del antisemitismo a lo largo de toda la Edad Media, que continuó incólume hasta la Modernidad llevándonos a Auschwitz sin ser identificado y denunciado antes de un modo eficaz. Y todavía llega hasta Charlottesville. La proyección de toda culpa en un grupo social nos proporciona el enemigo adecuado ante el que desahogar nuestros conflictos, siempre identificándolo como el «diferente», el «no-nosotros», despersonalizámdolo.

No hemos aprendido todavía que, como decía Ortega, nuestras convicciones más arraigadas, más indubitables, son las más sospechosas. Ellas constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra prisión. El desconocimiento ante «el otro» empuja la peor de nuestras esclavitudes ante lo desconocido, que es el miedo, ignorando que la riqueza identitaria se configura desde el encuentro. Ante la avalancha de refugiados que huyen de la guerra -aunque la aporofobia que denuncia Adela Cortina tiene mayor peso- se mimetiza algo idéntico. El Congreso Mundial Judío fue el primero en secundar la llamada del Papa Francisco a acogerles como lo que son: personas no «diferentes» sino «como nosotros». No podía ser de otro modo si olvidar la historia nos condena a repetirla. En la Conferencia de Evian de 1938 se reunieron treinta y dos países para tratar el tema de los refugiados judíos en Europa y nadie les abrió la puerta. El periódico nazi Völkischer Beobachter tituló triunfante: Nadie los quiere.

Lo anterior no implica, no obstante, asumir una postura acrítica e ingenua. Jaume Flaquer es un jesuita catalán especialista en el Islam que sitúa a principios de 1900 la bifurcación del Islam en dos grandes tendencias reformistas como reacción a la colonización occidental. Una de estas es la matriz de los fundamentalísimos actuales -el Islam salafí-, y entiende que el fracaso moderno de los países islámicos es consecuencia de una falta de fidelidad a la fe musulmana revelada en el año 800. Buscan reproducir sus formas originarias a todos los niveles, político, económico, sociocultural...Son las notas características de Daesh. No así en la rama llamada «modernista», que pretende una síntesis equilibrada entre la fe y el progreso histórico moderno. Aquí quedaría totalmente desvinculado lo religioso de lo político y el Islam se puede contemplar desde su dimensión estrictamente espiritual. Nuestra metodología teológica les inspira a revisar la suya. Sería capaz de una integración cultural en que no quepa hablar de «choques civilizatorios».

Nostra Aetate corrigió en el seno del cristianismo europeo aquella judeofobia... Proclamemos hoy lo que añade respecto al Islam en su punto 3: que la Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes, todos estamos llamados a construir la paz. El Islam tiene un reto: autoreconocerse a la altura de los tiempos al igual que cualquier otra comunidad religiosa que no quiera convertirse en estatua de sal por mirar atrás, como la mujer de Lot. Es mentira que el otro sea un infierno como decía Sartre. Para eso antes tenemos que demonizarlo.