Creo en la libertad individual como un principio inmutable. Creo que un individuo tiene todo el derecho del mundo a elegir ser, voluntariamente, idiota. Es posible que no sean la mejor compañía ni el interlocutor más válido pero nadie, bajo ningún concepto, puede negarles el derecho a ser idiotas. Decidir ser idiota, con absoluto convencimiento, es uno de los actos más osados a los que puede enfrentarse un ser humano en la construcción de su personalidad. No quiero ni imaginarme lo duro que debe ser fingir que te interesa razonar, debatir con argumentos, reflexionar y discernir, cuando en el fondo de tu ser escondes a un idiota deseando gritar su estupidez a los cuatro vientos. No a los armarios de los imbéciles. No al outing. No lo necesitan. Lo único que precisan es un espacio para poder expresar su imbecilidad sin miedo, sin prejuicios.

En mi ya considerable experiencia vital puedo demostrar que hay tres tipos de estupidez humana: la simple, también conocida como idiotez de tipo A; y la aguda, denominada idiotez de tipo B; y la crónica, muy dañina, catalogada como del tipo C. Para que podamos identificar a un imbécil sin margen de error lo primero que debemos saber es que el factor de la voluntad es determinante en el diagnóstico. La ignorancia no es, en sí misma, un síntoma de estupidez. Desconocer algo no nos convierte en imbéciles porque, en el momento que aprendemos y asimilamos la información, neutralizamos el virus. La voluntad de seguir siendo imbécil, despreciando la capacidad de trabajar la razón, es la circunstancia concluyente.

A partir de ahí, deberíamos poder identificar cada tipo de idiotez para evitar contagios innecesarios. Un imbécil de tipo A debe poder ejercer su libertad individual de manifestar en público su imbecilidad. Un idiota puede creer -está en su derecho- que proteger a los menores trans es adoctrinamiento sexual de la misma manera que puede negar el holocausto nazi, considerar que el hombre nunca llegó a la Luna o que las mujeres y los negros son inferiores. Ese tipo de estupidez solo daña al que la padece porque, en muchos casos, hace de la ignorancia monumento pero no alberga capacidad de herir. De hecho, algunos de esos imbéciles se han curado con una medicación basada en el principio activo del conocimiento. Otra cosa es si ese idiota decide alquilar un autobús y sacarlo por las calles de su ciudad exhibiendo su estupidez como si fuese un galardón. Ahí ya estaríamos ante un idiota de tipo B. Solo la reincidencia nos haría sospechar que ya estamos frente a un imbécil crónico.

En esos casos es cuando mi tolerancia a la estupidez se rebela. Porque de la misma manera que opino que uno tiene derecho a pensar (y ser) voluntariamente imbécil, considero que no hay derecho a ser, voluntariamente, nocivo para la convivencia. Cuando el imbécil adquiere conciencia de su imbecilidad y la utiliza para herir, agredir, humillar y discriminar a los demás, esa estupidez se convierte en algo muy peligroso. Cualquier idea sirve para contagiarse de idiotez. Incluso las más respetables. Puedes defender la autodeterminación y ser idiota. Es perfectamente compatible. Pueden incluso asociarse, juntando a varios imbéciles, y hasta, en un exceso de tolerancia social a la imbecilidad, recibir la catalogación de «utilidad pública». Es lo que tiene ser idiota, que cualquier sinsentido adquiere todo el sentido gracias a la propia idiotez. Por poder, pueden hasta ponerle una almohadilla como esta (#) delante de sus estupideces y convertirla en trending topic.

En esos casos, lo peor que podemos hacer el resto de ciudadanos -la mayoría, les recuerdo- es temer a los idiotas, sucumbir a su osadía y colocar al imbécil como un interlocutor válido hasta el extremo de sacar comunicados disculpándose ante la idiotez. Porque la estupidez se contagia y hay que tener mucha profilaxis si uno no quiere acabar idiota perdido. Porque un bobo escuche que una actriz interpreta un sketch sobre tópicos y gentilicios en un programa de televisión (exactamente lo mismo que hacía Ocho apellidos vascos) y pretenda boicotear la película en la que participa no hay que sacar comunicados, ni lanzar a la actriz a los pies de los caballos, para salvar una taquilla que, por suerte, suele ser impermeable a los idiotas. Los boicots generados por idiotas deberían identificarse con el hashtag #boboicot, para evitarnos hacer el ridículo retuiteándolo. Y ahora que han aprendido la teoría, les dejo que la pongan en práctica durante una semana. Eso sí, usen siempre condón. Por su salud (mental).