Muchos defendemos un pacto de estatus con el Estado español que respete los derechos históricos de Cataluña. No por ello defendemos todas las actuaciones de Carles Puigdemont. Aquellos derechos no fundamentan una reclamación de la independencia, sino importantes fragmentos de soberanía. Sólo una injusticia insuperable por parte del Estado español, que violase esos fragmentos de soberanía de forma irreversible, apoyaría un derecho de Cataluña a la independencia de España. La sentencia del TC contra el Estatut catalán es una injusticia, pero no insuperable ni irreversible. Por eso, concluyo que se deben explorar todas las vías para que esos fragmentos de soberanía incluyan todos los derechos de los que históricamente gozó Cataluña, hasta que la violencia de las armas se los retiró en 1714 y en 1939. En todo caso, la política de Puigdemont no representa esos mismos derechos históricos de Cataluña. Por ejemplo, no hay forma de justificar desde ellos la chapuza de la ley de desconexión.

Eso sitúa al Gobierno catalán ante la necesidad de innovar con retóricas poco convincentes. Cuando el pasado sábado Jordi Turull decía del PSOE que no se esperaba su actitud contraria al referéndum y afirmaba que «mucha gente del mundo socialista, si levantara la cabeza, acabaría perpleja», reflejaba pensamientos precipitados. La gente del PSOE ha lamentado durante ochenta años que Franco violara la legalidad, y ahora, si los masacrados por defender la legalidad democrática levantaran la cabeza, quedarían perplejos de que Turull les pidiera que ellos la violaran. España ha conocido sólo en breves paréntesis históricos un Estado de derecho, y para cualquier ciudadano civilizado este que tenemos, con todas sus imperfecciones, es un bien que no podemos ni despreciar ni destruir.

Siempre que se viola el Estado del derecho, el violador invocará una idea de justicia material inspirada en un derecho superior. Franco también lo hizo. Pero como mostró Kelsen, las invocaciones del derecho natural sirven a Dios y al diablo. En suma, Cataluña quizá deba defender su causa desde el derecho positivo que una vez fue el suyo, en una continuidad histórica con las épocas en que se gobernó desde su libertad institucional, no desde instancias informales y abstractas que podrán ser invocadas también en su contra. Los derechos humanos de quienes se sienten españoles en Cataluña son de la misma índole que los derechos humanos que reclaman los independentistas. Y la democracia no es sólo la defensa del derecho de las mayorías, sino también del derecho de las minorías. Esa ley de desconexión no los garantiza.

Una de las razones que invocaba Joan Tardá para irse -no tomó en serio la corrupción, que le obligaría a pedir la ciudadanía islandesa- es que España no puede evolucionar porque no hay posibilidad de que escape al control del PP. Sin embargo, es su propia posición en defensa la ilegalidad lo que los inhabilita para forjar pactos creíbles con las fuerzas progresistas españolas, dispuestas a buscar una solución a su causa. Es la posición de Tardá y Turull y los demás la que sentencia que el Estado español no evolucione, como lo demuestra su declarada intención de acabar con la frágil democracia española si ésta se enfrenta a su propio desafío. Ese deseo no es alentador para la ciudadanía más consciente.

Para nosotros, que hemos padecido durante siglos la carencia de Estado de derecho y la separación del destino de los pueblos europeos, esta es una doble condición imprescindible. Por una vez en nuestra historia, queremos que signifiquen algo los juramentos y la palabra, los compromisos y la ley. Por una vez podemos vencer resistencias en condiciones de no desesperación. En quinientos años no hemos caminado junto a los valores europeos con firme convicción. Ahora queremos hacerlo. Y tiene que ser posible encontrar una manera de que la mitad de la población catalana que quiere seguir siendo española (con todas sus consecuencias) pueda convivir civilizadamente y con garantías con la otra mitad que no quiere serlo, sin que se ponga en cuestión el Estado de derecho. Cuando Puigdemont asegura que el resultado del referéndum será vinculante al margen de la participación, no ofrece esas garantías. Todo sumado parece que no nos ofrece una razón suficiente para aceptar el argumento de «si queréis vuestra democracia, danos nuestra independencia». Nosotros exigimos nuestra democracia y queremos responder con ella a las exigencias justas de Cataluña.

Muchos españoles nos hemos preguntado con escándalo por qué Mariano Rajoy no hace nada. Esta apreciación es gravemente errónea, como lo es que Pedro Sánchez se invente una doctrina ad hoc para abordar el problema catalán. Ese ha sido el error de España desde Ortega: inventarse teorías para tratar en general un problema que es singular. Pero la actitud de Rajoy no es inoperante. Defiende de la única manera posible su aspiración fundamental, vencer el último obstáculo para reducir el Estado de las autonomías a una descentralización administrativa, el viejo sueño del PP. Una vez oí decir a uno de los asesores de José María Aznar, Baudilio Tomé, que el Estado de las autonomías era reversible. Por eso el PP asume el juego de Puigdemont, como si deseara llevar las cosas al extremo, porque si vence en la partida sabe que Cataluña ya no se podrá luchar por la mejora del Estado autonómico. Perdería todo y por fin sería una región española más. Y entonces lo que ha generado la crisis, una intervención financiera centralizada en los presupuestos autonómicos, se haría estructural y definitiva. El Estado de las autonomías quedaría bloqueado en su desarrollo histórico.

Por supuesto, lo que anima este sueño y esta estrategia es un aspecto que el propio independentismo cree que juega a su favor. En efecto, cuando confiesa que da igual la participación para el valor del referéndum, los independentistas suponen con razón que su público es el más politizado, que la defensa de la legalidad no será capaz de movilizar a los partidarios del no, que su victoria está segura bajo esas condiciones mínimas. Y tienen razón. Pero la falta de compromiso es la más voluble de las actitudes. Para el camino lleno de sacrificios que espera a un Estado nuevo, o a un conflicto de secesión, en modo alguno se puede contar con que la indiferencia se mantenga. Cuando Turull dice que si retiran las urnas «nos movilizaremos», no sabemos muy bien a qué se refiere; pero Rajoy puede pensar que cuando se acerque ese punto de movilizar, entonces emergerá la radicalidad y se abrirá un abismo entre la dirección del proceso y las gentes que un día creyeron que la independencia sería un acto cotidiano y que saldría gratis. No en otra dirección van todas las intervenciones de Rajoy, que sugieren que el proceso está secuestrado por radicales. Cuanto más se exija a los ciudadanos por parte de la dirección del proceso, más probabilidades tendrá Rajoy de llevar razón. Y de ganar.

El sueño de Rajoy y del PP es que el fracaso del proceso genere tal decepción que lleve a una despolitización y a la indiferencia general, alentada por la radicalización de los que resistan. Mientras que España cuenta con ocho tribunales para intervenir, y el Banco de España para bloquear cuentas, los independentistas sólo podrán recurrir a un nuevo Maidan. Hay bastantes probabilidades de que eso se convierta en una nueva atracción turística de Barcelona, pero es todavía más probable que el primer acto de fuerza desenganche a mucha gente del proceso. En todo caso, ese sería el triunfo de la estrategia del PP durante décadas. Entonces, culminando la hegemonía del PP que los independentistas mismos han estabilizado, todos perderemos: el Estado español perderá en calidad democrática, en capacidades evolutivas, en el camino hacia una comprensión civilizada de los conflictos y hacia la reconciliación con nuestra propia historia. Entonces el PP habrá conseguido su objetivo: que su interpretación de la Constitución del 78 sea todo lo máximo que nos merecemos como pueblo.