Se habla mucho últimamente de los coches equipados con motores eléctricos, a los que pertenece al parecer el futuro. Los motores de combustión interna tienen fecha de caducidad ya en algunos países aunque la poderosa industria alemana del automóvil parezca no haberse enterado. No ya sólo los norteamericanos, con Tesla, sino que chinos y suecos se han adelantado a los fabricantes germanos, sacudidos últimamente por el escándalo del trucaje de los motores de diésel.

Pese a lo que se reitera, la globalización no disuelve, sino que revitaliza lo local como matriz identitaria. Hace tiempo que el mundo ha dejado de ser el escenario inmóvil sobre el que evolucionaban los individuos y las comunidades; ahora la velocidad punta de cambio del mundo supera la de las personas que necesitan anclarse en identidades menores pero reforzadas para ponerse a salvo del vertiginoso flujo de las transformaciones.

Así que las identidades locales y regionales se remozan para servir de arcas de Noé donde preservar lo original. Lo anterior se pone de manifiesto, por ejemplo, en la masiva museización de lo autóctono que han acometido ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas en los últimos treinta años. Las comunidades locales o regionales se han convertido en parques temáticos de sí mismas, en donde lo nativo se ha estereotipado con una uniformidad que con frecuencia es una invención histórica, a veces incluso extraída de mixtificaciones foráneas, como ocurre con la vestimenta san ferminera. De manera que lo nacional o local no es con frecuencia más que la invención retrospectiva de una identidad que tribaliza a los vecinos en la templanza acogedora de nichos políticos, culturales o idiomáticos. Basta pasear por algunos rincones de nuestro país para advertir que hay estilos tipográficos que se han hecho nacionales, o que el idioma de la rotulación de carteles se ha convertido en asunto regulado y sancionado administrativamente, o que el supuesto estilo arquitectónico del lugar solo se encuentra como tal en el fachadismo de los centros de ocio. Es como si nos mirásemos a nosotros mismos con ojos de turista y nos hubiéramos creído nuestras propias invenciones para atraerlos.

Por otra parte, los antiguos Estados -aunque depositarios todavía de inmensos recursos- se resienten en la nueva situación y les ha pasado lo que a Gulliver en sus viajes: se las tienen que ver con gigantes globalizados o con enanos locales, y en ningún caso parecen jugar con excesiva ventaja. Muchos de los procesos sociales, económicos, demográficos o medioambientales son demasiado grandes o demasiado pequeños para que los Estados los puedan gestionar por sí mismos. Así, su antiguo predominio se matiza sin cesar víctima de un síndrome bipolar de exceso y defecto.

Buena parte de esa crisis se pone de manifiesto en unos lugares de enorme densidad simbólica para los estados: las fronteras. La frontera es un límite mágico que existe en la medida que el poder del Estado lo sostiene. Desde siempre un Estado ha sido el sujeto político capaz de poner a raya a los demás, es decir, de hacer valer las fronteras fijándolas y defendiéndolas. De ahí su interés en controlarlas y de ahí, por ejemplo, la antigua importancia delictiva del contrabando de otro modo inexplicable.

Pero las fronteras hace tiempo que se han vuelto porosas y los Estados se vuelven crecientemente incapaces de mantenerlas. Para empezar, ya no pueden pretender tener la impenetrabilidad de los escudos, sino la capacidad discriminatoria de los filtros, de manera que no es tanto la fuerza como la información lo que se necesita para que cumplan su misión. Pero si la fuerza se tiene siempre a costa de otros, la información se tiene más bien gracias a otros, así que en nuestro mundo es la interdependencia cooperativa y no tanto la independencia competitiva lo que da seguridad. Así que frente a la soberana y antigua independencia de los estados que mantenía en pie las fronteras, ahora solo unidades políticas continentales e interdependientes pueden aspirar a una cierta seguridad fronteriza. De ahí que las únicas fronteras reales coincidan cada vez más con los perímetros naturales de los continentes.

De todo lo anterior se sigue que la creación de un nuevo Estado independiente es cada vez menos relevante pero también más fácil. Y que las mismas razones que lo convierten en anacrónico lo hacen posible. Lo singular del caso es que cuanto más intensa es la interdependencia, más viable e incitante resulta la independencia y más factible resulta la objetivación política de emociones identitarias, por mucho que lo primero se esgrima como argumento contra lo segundo. Quebec, Escocia, Cataluña o Lombardía no son regiones aisladas ni que pretendan estarlo.

De hecho, solo el predominio de un cierto discurso -los expertos señalan que los más frecuentes son de «dignidad menospreciada» o «generosidad no correspondida»- en el contexto de la actual hipermediatización social hace posibles las mareas emocionales de multitudes concertadas que dan soporte a los proyectos nacionalistas. En ese entorno, lo que se debilita son los Estados cuya antigüedad les sitúa en un estadio postnacionalista y que padecen simultáneamente de gigantismo para lo local y de enanismo para lo global. La creación de asociaciones continentales como la Unión Europea dificultan y facilitan al mismo tiempo la disgregación regional de los Estados que la forman: la obstaculiza a corto plazo, pero las hace viables a largo plazo.

Así que para muchos de nuestros contemporáneos la revalorización -y hasta la invención consciente- de las señas de identidad de comunidades menores expresa un horizonte atractivo, en el que la inflamación de patriotismo que es el nacionalismo se hace capaz de movilizar las preferencias de poblaciones significativas. Comunidades que, de un modo u otro, aspiran a cobrar entidad propia frente a los viejos Estados y en el contexto de las nuevas asociaciones transnacionales.

España se reinventó con notable éxito como sistema de convivencia al socaire del Mercado Común primero y de la Unión Europea después, pero no ha hecho lo propio como nación en los últimos 40 años. Los políticos, pero también los intelectuales y los medios de comunicación, desdeñaron la tarea. Se recordará cuando decir España estaba fuera del buen gusto político. Así que se ha echado en falta la creatividad política y cultural para formular un proyecto moderno y postnacionalista de país, capaz de redefinir lo español como una democracia moderna y plural con una posición mundial secundaria pero atractiva en el concierto de los países desarrollados. Hasta el punto que al respecto de lo nacional ya no es posible recomponer una concordia elemental. Ya no es hora de gestar un consenso que haga posible la convivencia, sino de inventar una convivencia sin consenso posible. Difícil, pero todavía factible si se pone la voluntad y la imaginación política que ha faltado.