Baltasar Gracián describía a España como un conjunto de pueblos diferentes y tierras y climas encontrados a los que, si difícil era unificar, mucho más era mantener unidos. Para llegar a la España de hoy hubo que recurrir a matrimonios a los que se aportaba como dote los respectivos reinos, guerras que masacraron pueblos, pérdida de inmensas fortunas en ocupar otros países que posteriormente se liberaron, subyaciendo en todo caso el sentimiento de la individualidad arrebatada y la imposición del poder exterior. Nada de lo que sentirnos orgullosos.

La Constitución de 1978 no pudo menos que reconocer la existencia de naciones en el espacio español pero a fin de de mantenerlas bajo el único poder del Estado, recurrió al eufemismo de «nacionalidades» y las llamó comunidades autónomas, prohibiendo su federación por la probabilidad de que las afinidades geográficas, cuturales y lingüísticas conllevaran proyectos comunes frente al centralismo. Y para reforzar la posición de dominio, los partidos conservadores fomentaron entre ellas la animadversión rayana en el odio.

Una vez más, Catalunya reclama su independencia y su República en el marco jurídico que lo impide y, para conseguirlas clama por el consenso para su modificación porque no existen leyes de ningún tipo que no sean susceptibles de reforma. La respuesta no ha sido el diálogo, sino dos monólogos paralelos que no tienen un punto de encuentro y amparándose en el principio internacional del derecho a la autodeterminación de los pueblos nuestros vecinos del norte inician sus particulares procesos normativos e intentan una vía de hecho para conseguirlas.

La respuesta era tan sencilla como declarar, una vez más, lo que ya sabemos: cualquiera que sea el resultado del referendum obtenido al margen de la Ley no tendrá ningún efecto. Y cuando este se lleve a cabo, actuar en consecuencia. Pero no podemos olvidar las circunstancias políticas en que se promulgó la Constitución, cuando una sociedad lastrada consiguió con grandes e incuestioables esfuerzos y claudicaciones alcanzar el consenso. Casi medio siglo después hay una sociedad distinta contra la que podríamos oponer su incomprensión, tal vez la ignorancia o el olvido, de un logro histórico que enterró la dictadura permitiendo la plena democracia.

Ante problema de tal enjundia se necesitan hombres de Estado y políticos de altura. He aquí la gran decepción al comprobar que carecemos de los unos y los otros que ni siquiera han sabido otorgar un tratamiento distinto a las dos pretensiones: de un lado la independencia y de otro la forma de Gobierno. Seguramente si por parte de Catalunya se hubiera omitido la segunda, los efectos habrían sido menores; pero también es cierto que el radicalismo del Estado ni siquiera ha sido capaz de diseccionar ambas demandas, que bien pudieran haber sido objeto de un tratamiento diferenciado.

Por parte del Estado se ha iniciado una campaña en que el propósito sitúa fuera de ley al pueblo catalán y se busca a los supuestos futuros delincuentes vulnerando la Constitución con la coacción, la violación de domicilios, la intervención de la correspondencia y el uso de la fuerza para interceptar actos propagandísticos. Y los mismos que malversaron el dinero público bajo la excusa de un préstamo para rescatar a la banca, se permiten intervenir las cuentas públicas para evitar la desviación del erario a fines independentistas. Menos indulgentes son que con los propios corruptos. Si miramos al otro lado, hay algo de lo mismo: los que quieren ser independientes y republicanos recurren al mismísimo rey de España pidiendo su mediación. ¿En qué quedamos?

También nos sorprende el Poder Judicial y su compromiso de impedir el referéndum; el problema es de índole política, ajena a su jurisdicción, y la facultad de juzgar que asiste a los jueces no debería extenderse a la presunción y, en este momento, el referéndum es un hecho futuro que se llevará o no a cabo pero que, en todo caso, no se ha producido.

El 1 de octubre es toda una incógnita y para despejarla se han comprometido a utilizar los medios terrestres, aéreos y marítimos, una amenaza en toda regla que corta la respiración y que esperamos que otros partidos políticos tengan la fuerza suficiente para atajar; porque se trata de un territorio diferenciado, con más de siete millones de habitantes cuyo porcentaje proclive al referéndum se incrementaría mediante un ejercicio de autodefensa contra la injerencia exterior que perturbe su sistema de vida. Seguramente se colocarán urnas cuyo número y distancia no están al alcance impeditivo de los medios que tienen las fuerzas de seguridad, pero se intentará su retirada; después se utilizará el número de votantes para declarar que solo han acudido una minoria y los demás se han quedado en sus casas.

Este es un argumento del que gusta el presidente Rajoy cuando habla de las manifestaciones para infravalorar la asistencia, aunque sea multitudinaria. Pero si tenemos en cuenta que en las pasadas elecciones los votos del PP alcanzaron el 33,03 % del total emitido y apenas superaron el 21 % del censo, no parece que el nivel de la voluntad expresada sea el único argumento para menospreciar los resutados.

Pase lo que pase, seguiremos atravesando la frontera Castelló-Tarragona y Girona-Francia sin necesidad de pasaporte. Nuestra rutina no se alterará por los resultados y la única consecuencia será que nos preguntemos cómo se ha podido llegar a tales extremos y como respuesta solo encontremos la decepción.