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Banderas

En estos días andamos a la que salta por las banderas. A la "estelada" oponemos la "nacional", en un juego cainita tan peligroso como habitual entre nosotros

A los humanos nos gustan mucho los símbolos. Los ideamos, los construimos, los adoramos y acabamos haciéndonos sus esclavos porque todo lo llevamos hasta el extremo, hasta el crujido. Elegimos un objeto y le adjudicamos, de pronto, una carga de significado, una capacidad de representación, y somos capaces de dejarnos la vida defendiendo lo que representa. Así somos, no hay mucho más.

De modo que en estos días los españoles, que llevamos toda la historia haciendo lo imposible por dividirnos en dos partes, andamos a la que salta por las banderas. A la "estelada" oponemos la "nacional", en un juego cainita tan peligroso como habitual entre nosotros. Se destina a unos policías a Cataluña y la gente sale a despedirlos como en la habanera de aquella zarzuela, "Luisa Fernanda" creo que era: "anda con Dios, soldadito, que a las banderas te vas?", exhibiendo pendones y gritando "a por ellos", lo que da miedo y pena al mismo tiempo.

No soy un entusiasta de las enseñas. En general, no soy un entusiasta de ninguno de los signos identitarios. Esa tendencia mía a la universalidad me hace desconfiar de quienes se sienten especiales (lo que en realidad se traduce por "mejores" en ese lenguaje un poco críptico de los nacionalismos) nada más que por el azaroso hecho de haber nacido en un determinado lugar, algo en lo que no solemos tener arte ni parte, y que viene a ser, sencillamente, como si en un edificio de viviendas el vecino de cuarto A se creyese mejor que el del séptimo D, pongamos por caso, sin más motivos que la ubicación en la escalera.

Y también por aquello de la universalidad me gusta decir, en frase del maestro Alcántara, que "soy de todos los lugares donde he estado y de algunos en los que no he estado todavía". Cómo no sentirme londinense, si allí escuché, en un oculto jardín, el más nítido de los silencios; o berlinés, después de encontrar en sus avenidas la misma flor del tilo que hay en mi primer recuerdo; o romano, tras haber encontrado entre sus ruinas unos versos que perdí hace dos mil años. Cómo no ir por el mundo reconociéndome parte de él en todas partes, porque en todas partes somos más o menos los mismos y queremos las mismas cosas.

Soy poco entusiasta de las banderas porque, en su inocencia de lienzo, los canallas suelen envolverse para hacernos creer que son parte del símbolo, cuando no son más que pobre gente con pobres, oscuras intenciones. Soy poco entusiasta, en fin, porque ningún símbolo ni ningún iluminado vale lo bastante como para hacerme renegar del mundo y encerrarme en la caverna.

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