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Una boda sevillana, ¡y olé!

Mientras Cataluña entra en fase defcon 2 pongo rumbo a Sevilla. He aceptado una invitación para asistir a una boda campestre, en un cortijo, y voy a sacarle provecho a la nueva conexión del AVE entre Valencia y la capital andaluza. El primer efecto es benefactor: cuatro horas desde la estación provisional valenciana a la de Santa Justa, gracias a que algún ingeniero con cierto sentido práctico desvió al sur de Madrid el acceso ferroviario de alta velocidad que procede del este. Antes se tardaba más de diez horas en ese mismo trayecto. Se entiende que el AVE sea la verdadera herramienta vertebradora del país, pero lo que no sabemos es si llegará a tiempo.

La estación de Santa Justa, construida para la Expo del 92, se mantiene impoluta y práctica, por más que la excesiva sobriedad diseñada por los arquitectos sevillanos Cruz y Ortiz no sea del gusto popular. Parece nórdica. Nada que ver con los aires entre vieneses y frutales de nuestra estación del Norte, que cumple cien años con un espantoso fast-food japonés en uno de sus bajos. No obstante, y aunque en esta parte de Andalucía guste más lo castizo y le llamen «las setas» al parasol de Jürgen Mayer, hay toda una corriente estética modernizadora: Juana de Aizpuru, Pepe Cobo y su máquina española, Rafael Ortiz y la escuela de pintores actuales dan cuenta de ello.

Sevilla está muy bonita en este arranque del otoño. Al menos en el centro hay más árboles y jardines. Mantiene sus plazoletas y rinconadas, las iglesias barrocas relucientes como listas para una Semana Santa permanente. Desde las 8 de la mañana hay vida intensa. Se ha convertido en un polo turístico de primer orden, con una media de cuatro noches en las pernoctaciones de sus visitantes. Es el ferrocarril lo que le confiere tal ventaja: El turista va y viene un día de Córdoba, otro de Granada y pasa dos jornadas en Sevilla? cuatro noches en total. Y sus taxistas son un verdadero frenesí de ocurrencias graciosas y chistes con salero.

Cuando llega la hora del aperitivo todo cambia en esta ciudad. Los bares se atiborran, en el interior y en la calle, todo el mundo con un botellín helado de Cruzcampo en la mano. Parece que tengan acciones de la cerveza. Aquí se tapea como en las ciudades del norte de España, es curiosa la analogía. Cambia el producto, las refinadas frituras de pescaíto, la hueva de merluza y todos los derivados del ibérico. Nada de recebo, los jamones se lonchean siempre a mano, y el público sabe distinguir lo mejor de lo bueno.

Un sevillano genéticamente puro hace de cicerone, Juanrra Torrado. «Aquí la gente sabe vivir, no se sofoca, no aspira a demasiado, con tener lo justo ya va bien y preferimos poco pero fino». Juanrra saluda a medio Sevilla, tiene peña taurina, cofradía religiosa, caseta en la Feria y comparte abono del Sevilla con uno de los Morancos, mientras soporta con estoicismo senequista las chascarrillos de su excuñado y sobrinos, acérrimos del Betis.

Camino de Huelva se extiende el campo sevillano donde habitan las más famosas ganaderías de reses bravas. Grandes extensiones de encinares donde apenas se puede cultivar nada salvo una pequeña huerta para uso doméstico. La geografía marca la estructura de propiedad de la tierra. El toro y el caballo son los reyes de este paisaje, con alguna que otra cabra suelta para hacer queso. El campo aquí no da salvo en el valle del Guadalquivir que convirtieron en arrozales agricultores valencianos. Se entiende lo de las peonadas subvencionadas.

El cortijo ya no es un centro logístico de la actividad agropecuaria sino un remedo de chalet para el descanso y el ocio. Todos tienen piscina y casi todos tentadero, los más cuentan con barra de bar al aire libre en sombra y un anexo residencial para invitados. El cortijo hay que compartirlo con la familia y los amigos porque sin sociabilidad no hay sevillismo que valga. Hacia Portugal cambia la vida, rumbo a Riotinto, Aracena y Jabugo se extiende una sierra verde, donde llueve como si estuviéramos en Escocia.

La boda, en ese marco, resultó exuberante, divertida a rabiar e inenarrable cuando a altas horas de la madrugá se improvisó un cuadro flamenco en la cocina de la casa principal. Allí, una joven madrina bailaba zapateado encima de una mesa rústica de madera. Eso mismo se lo vi hacer también a la portentosa María Jiménez, rodeada de periodistas de este diario cuando le dimos el premio Importante a su marido, Pepe Sancho, de Manises. En la cultura festiva sevillana es la mujer la que lleva la iniciativa y el ritmo. En el baile por sevillanas es ella la que sabe contornearse con sensualidad mientras el hombre apenas si marca la pose, como si fuera un torero.

Claro que se habla de Cataluña. El que más y el que menos tiene un familiar o un conocido que emigró allí en los 60 y 70. Se curraron el milagro industrial del desarrollismo catalán y simpatizaban con el Barça. La rumba catalana, la de Peret, el Gato Pérez, Pernil Latino, la Orquesta Platería o Los Manolos es hija de esas migraciones laborales y culturales. En Barcelona tuvo lugar el mayor de los éxitos de Lole y Manuel, y todavía se recuerdan los primeros conciertos de Kiko Veneno en la sala Villarroel. Por eso lo que más les duele a estos amigos sevillanos es que les llamen gandules. Les hierve la sangre y se alivian dando un trago al botellín de Cruzcampo. En Marinaleda han izado una estelada: «están chalaos».

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