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Julio Monreal

Urge mediador; razón, aquí

la crisis más grave del Estado desde que Tejero secuestró a las Cortes Generales y al Gobierno en febrero de 1981 culminará hoy con el intento de celebración de un referéndum de independencia de Cataluña convocado por el Govern de la Generalitat y con el intento del Ejecutivo español de evitar a toda costa que se realice la consulta por medio de un despliegue sin prececentes de fuerzas de seguridad, actividad judicial y fiscal y otros organismos y mecanismos que operan bajo la bandera de la legitimidad constitucional.

Desde la multitudinaria Diada de 2012, agitada tras el recorte judicial del Estatut en 2010 y que habían aprobado los parlamentarios primero en Barcelona y luego en Madrid, una sucesión desgraciada de acciones y omisiones a uno y otro lado del Ebro han desembocado en el inmenso charco de hoy, una piscina de barro de la que todo el mundo saldrá manchado sin haber resuelto el punto principal del conflicto. Antes al contrario, se camina hacia el agravamiento.

En Cataluña, primero se cultivó durante décadas el pacto con el Estado a cambio de compensaciones: una capital de primera fila mundial, unas infraestructuras muy por encima de la media y hasta la supresión de la mili, concesión de Aznar a cambio de los votos a un presupuesto. Con el desarrollo anidó la corrupción, con más imputados y casos que en otras comunidades más arrastradas por el lodo, y la cultura del 3 % impuso su ley en todos los órdenes de la actividad pública.

Pero la crisis de 2008 cambió las cosas. Se había acabado el lomo adobado de la orza y llegaron los recortes en servicios básicos, como sanidad, educación o atenciones sociales. La insatisfacción popular hizo amalgama con el sentimiento nacional catalán, arraigado en buena parte de la sociedad y bien administrado por un sector de sus líderes, y nació el «Espanya ens roba». Unos señores nacionalistas pero de derechas de toda la vida se aliaron entonces con Esquerra Republicana y tras varias convocatorias electorales de transición el gobierno autonómico se vió en manos de los antisistema de la CUP, que exigieron una fecha y una pregunta, generando la convocatoria de hoy.

Al otro lado del río que da nombre a la península ibérica los dos últimos inquilinos de la Moncloa no estuvieron más acertados. El socialista Rodríguez Zapatero conspiró con Artur Mas a espaldas de su propio compañero Pasqual Maragall, midió mal las consecuencias de su apoyo a la reforma del Estatut y, sobrepasado por la crisis económica, entregó un país con el enfermo más grave de lo que estaba cuando él llegó. Sobre lo que hizo su sucesor, Mariano Rajoy, el mundo taurino tiene un apelativo que lo define bien: Don Tancredo. Parado como una estatua en el centro del ruedo sin hacer el más mínimo movimiento para que el animal no perciba su presencia porque es corto de vista. Mundo cruel.

El presidente del Gobierno no se movió hasta hace cuatro días y fue para evitar el referéndum con la Guardia Civil. La efervescencia independentista en Cataluña le iba bien a su partido en el resto de España, y tanto él como la cúpula de su partido y los animadores que les rodean pensaron que todo se contendría enviando a Soraya Sáenz de Santamaría a Barcelona a inaugurar rotondas y participar en foros de opinión.

Es completamente cierto que la ley no puede ser sustituida por nada, que el Govern catalán no tiene competencias para promover la consulta de hoy y que la escalada de tensión acercará las cosas aún más a un punto de no retorno. Pero no es menos cierto que, como se repite estos días en los ambientes jurídicos, cuando el número de detenidos por incumplir la ley empieza a ser demasiado elevado lo primero que queda en cuestión es la legitimidad del que arresta. ¿Van a apresar los mossos, los policías nacionales o los guardias civiles a los más de 700 alcaldes insumisos? ¿O a todos los ocupantes de los cerca de 200 colegios con ´actividades extraescolares´ en el fin de semana?¿Y a los miles de manifestantes que se echarán a las calles en Cataluña cuando hoy caiga la tarde y reclamen la independencia? En la política, como en la vida, hay un principio que no cambia: uno no puede estar donde no quiere estar, a no ser que esté privado de libertad. Y será mañana, o pasado, o dentro de un año o de cinco, pero en Cataluña, por errores y conveniencias, por desafectos y por sentimientos, habrá independencia antes o después. Ya no se puede resolver el caso con un concierto o un cupo, como con el País Vasco. O con más inversiones y mejor financiación autonómica. Ese tiempo ha pasado.

Han faltado liderazgo y altura de miras para anticiparse al problema y sentar las bases de una solución. Zapatero no lo vió; Rajoy cerró los ojos. Pedro Sánchez impuso silencio total a los suyos y sólo ayer, él en persona, se pronunció abogando por el diálogo. Varios «padres de la patria» reunidos en la denominada Fundación España Constitucional, esperaron hasta ayer para pronunciarse sobre los peligros de la ruptura. ¿No veían sus miembros, 34 ministros de la democracia, lo que se venía encima? Cataluña, fuera de la Unión Europea; España, privada de un 17 por ciento de sí misma; una fractura social y política muy profunda...

El presidente de la Generalitat Valenciana, Ximo Puig, lo intentó. Con Artur Mas y con Carles Puigdemont. Desde la vecindad geográfica y la zozobra por problemas económicos y sociales similares, quiso tender puentes, que no se cortara la delgada cuerda que mantiene a Cataluña unida a España. Pero su propio partido, las circunstancias... le llevaron a apartarse. Habría sido un miembro cualificado de una comisión de mediación. Como el presidente gallego Alberto Núñez Feijóo (llamado a sustituir a Rajoy al frente del PP y quién sabe si en la Moncloa). O el asturiano Javier Fernández. O algunos y algunas más que tienen en la cabeza otro modelo de Estado, más federal, que tenga en su frontispicio el derecho a la igualdad de los ciudadanos y también el respeto a la diferencia, a la pluralidad que enriquece y nunca empobrece. El «café para todos» de la Ley de Armonización del Proceso Autonómico (Loapa) ya no sirve para mantener las costuras de la piel de toro. Y la Constitución no puede servir de escudo, de código inmutable y grabado en piedra, sólo modificable en un agosto vacacional para cumplir las imposiciones de una Unión Europea que exigía garantías para cobrar lo prestado.

Si hay alguna posibilidad de salir de este embrollo, y a la espera de lo que suceda hoy, sólo cabe reconducir el «procés» hacia el diálogo y la ley, aunque haya que establecer las bases de un referéndum pactado y legitimado, como el de Escocia, como el de Quebec. Y quien no sea partidario de la independencia de Cataluña deberá contribuir a una propuesta sólida, atractiva y de futuro común. Ventajistas, cortos de miras y cenizos, abstenerse. Nadie dijo que fuera fácil.

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