En septiembre asistí en Madrid a un curso impartido por el profesor Diego Gracia sobre las luces y las sombras de la investigación científica en la actualidad. El profesor Gracia tiene la sana costumbre de acompañar sus apasionantes disertaciones con la recomendación de algún libro que trae de su extensa biblioteca. Ese día sacó de su bolsillo un ejemplar del mejor texto que puede leer cualquier interesado en la investigación científica: Los tónicos de la voluntad, un libro de Santiago Ramón y Cajal, publicado en 1923, justo cuando se jubiló como catedrático. Es uno de los libros a los que un servidor recurre cuando quiere desparasitarse de simplezas, eslóganes, modas y pseudociencias. Días atrás, el diario El País y tal vez porque este año el científico ilicitano Francis Mojica sonó con fuerza como candidato al premio, se hacía una pertinente pregunta: ¿Por qué España solo ha tenido dos premios Nobel (Cajal (1906) y Severo Ochoa (1959) en ciencia?". La principal respuesta que asoma en el artículo es bastante simple: las dificultades de los científicos españoles para publicar en los idiomas en los que se escribe la ciencia, básicamente en inglés. Hace mucho que esto ya no es así pero vamos a los hechos para refutar especulaciones.

Ramón y Cajal es, con Galileo, Newton, Darwin y Einstein, uno de los cinco científicos mundiales más importantes de todos los tiempos. Casi nada. Su obra, clave para el conocimiento del cerebro, es algo de lo que todos los españoles podemos y debemos sentirnos muy orgullosos. El problema es que sobre él se ha extendido desde hace tiempo un mantra bastante dañino: que su obra es un caso aislado de la llamada «genialidad española», que difícilmente volverá a repetirse y que los españoles estamos mejor dotados para las artes, para la literatura y para el fútbol o los toros que para la ciencias. Esto, con matices, es lo que circula por nuestro país cuando a alguien se le pregunta por la figura del genio aragonés y por la escasa relevancia mundial de nuestros científicos; mientras, fuera de España, a Cajal se le sigue citando a espuertas en las revistas de mayor impacto.

A este desafortunado sambenito se unen ciertos análisis del carácter psicológico de Cajal tan sesgados como falaces. La realidad, la fuerza de los hechos, es muy diferente. Santiago Ramón y Cajal no fue un caso aislado en nuestra historia. Al rebufo de su premio Nobel creció una brillante escuela neurohistológica de la que formaron parte, entre otros: Nicolás Achúcarro, Fernando Lorente de No, Pío del Río-Hortega (tal vez el discípulo más brillante, descubridor de la microglía), Fernando de Castro y José Francisco Tello. Los españoles deben saber que, al menos, Del Río-Hortega. Lorente de No y De Castro eran premios Nobel esperados por la comunidad científica mundial. Me temo, y es un temor compartido aunque aún no demostrado, que la envidia y el cainismo español les privó de la gloria en Estocolmo. De Castro y Tello fueron los responsables de proteger el Instituto Cajal durante los años de la guerra civil. Cuenta Carlos Castilla del Pino en sus memorias que la dedicación de ambos a esa tarea fue modélica y que en 1939, al final de la contienda, el Instituto Cajal reabrió sus puertas sin un cristal roto.

A la escuela neurohistológica ya reseñada hay que sumar la escuela neuropsiquiátrica de la que formaron parte Gonzalo Rodríguez Lafora, Luis Valenciano, Bartolomé Llopis, José Miguel Sacristán o Manuel Peraita, entre otros. Todos ellos son los llamados «hijos científicos» de Cajal y suelen ser más conocidos fuera de nuestras fronteras que en España. El caso de Gonzalo Lafora, descubridor de una forma de epilepsia juvenil que lleva su nombre es, junto con Bartolomé Llopis, el más paradigmático. Lafora fue un científico mundialmente respetado y, de no haber sido por la guerra civil, su carrera hubiese llegado a lo más alto porque ya estaba en la cumbre cuando hubo de exiliarse. De Bartolomé Llopis, simplemente podemos decir que es el autor de la mayor aportación española a la psiquiatría mundial: su tesis de la «psicosis única» aún no ha sido superada y, aún hoy, la historia de la psiquiatría es la historia de la «psicosis única». Es otro ilustre desconocido que tirita bajo el polvo del olvido.

Ramón y Cajal consiguió esta pléyade de grandes investigadores gracias a dos brillantes iniciativas: primero, la puesta en marcha de la Junta de Ampliación de Estudios (JAE) que duró de 1906 a 1934, más o menos, y que trataba de que los jó- venes investigadores se formasen en los centros mundiales de mayor prestigio y que publicasen en inglés o en alemán, los idiomas más leídos entonces. El éxito de la JAE fue rotundo y está escrito en varios artículos y libros. El drama de nuestra guerra civil acabó con los frutos de tan brillante iniciativa aún no superada. El caso es con una buena financiación y una buena selección de los aspirantes como tuvo la JAE el mundo de la ciencia española conoció una época de esplendor en pocos años. Por otra parte, Ramón y Cajal fundó en 1920 la que sería la más prestigiosa revista española sobre el tema, los «Archivos de Neurobiología», que puso en marcha junto con José Ortega y Gasset y Gonzalo R. Lafora. Casi nada€

Sirva esta breve selección fáctica para mostrar que la principal razón por la que España solo ha tenido dos premios Nobel en ciencia poco tiene que ver con el desconocimiento de cierto idioma o con nuestro carácter quijotesco como con tanta gracia como sutil desprecio nos trasladan quienes todo lo ignoran. Si España no tiene científicos más relevantes es, básicamente, porque no invierte ni apoya a sus investigadores, porque no se invierte en ciencia. Los hechos demuestran que en cuanto se invierte en este campo los españoles somos tan competentes como los mejores. La infrafinanciación de la ciencia en España esconde dos problemas que a pocos se escapan: hay otros campos, (ponga el lector los nombres) que se llevan ese dinero que debiera dedicarse a la investigación científica y también, por desgracia, que la falta de estímulo y el abandono en un campo de conocimiento permite el reinado de los mediocres, que no suelen estar dispuestos a irse. Pero el respeto que le debemos a ese genio que fue Santiago Ramón y Cajal obliga a nuestros políticos y gestores a liquidar de una vez para siempre el unamuniano y desafortunado «¡Que inventen ellos!».