Siempre he sentido una extraña atracción por los camposantos. En estos lugares, acompañado por el clima de sosiego, independientemente de que en ellos reposen o no tus antepasados, donde uno es capaz de entender mejor la historia del lugar que hay al otro lado del muro. Los mausoleos, las fechas, los nombres, las caras€ todo son pistas que dejan entrever cómo vivió y cómo vive una determinada sociedad de cualquier punto de nuestra Comunidad.

Sin embargo, cuando dejas atrás la puerta del cementerio sales con la carga segura de no haber sido capaz de escuchar en su día de boca de sus protagonistas todo aquello que hoy añoras. La inmadurez, las prisas por vivir, la inconsciencia propia del que cree que todo durará para siempre hicieron que las historias de aquellos que hoy ya no están quedasen incompletas y se perdiese parte de la sabiduría que da el propio vivir.

La juventud es incompatible con la empatía necesaria para saborear la esencia de lo que nos trasmiten los mayores y es un hecho que generación tras generación se repite. Ahora que uno ya peina canas se da cuenta. Y es ahora también, cuando uno pasea con respetuosa devoción por aquellos lugares donde descansan para siempre familiares y amigos, que se asombra al comprobar que cada vez hay más retratos conocidos y, con ellos, recuerdos unidos a la niñez, a la adolescencia a la madurez... en definitiva, a la propia existencia, unas veces salpicada de momentos felices y otros no tanto. Y uno tropieza con vidas que completaron su ciclo y también con otras tristemente interrumpidas.

En estos días volveremos a rendir un tributo justo a aquellos cuya mera existencia permitió a que la nuestra fuese mejor que la suya propia. De la misma forma, nosotros asumimos el relevo e intentamos hacer lo mismo con nuestros descendientes. Son días en que, con mayor ahínco, intento transmitir a los míos las historias que me contaron mis mayores, unidas ya a las mías. Es importante que los hijos sepan de dónde vienen como la mejor pedagogía posible para que entiendan donde van. Porque hubo un pasado no tan lejano de noches tristes, ligadas a guerras fratricidas, a posguerra con hambre, esfuerzo y sudor, a jornadas laborales interminables en el campo o en las grandes ciudades industriales que surgían para sacar una familia adelante... La muerte hizo a todos santos. La pedagogía que nos enseña nuestra historia reciente, verbalizada a menudo por los que ya se fueron, lamentablemente parece que a veces se olvida.