Hace ya años, leí, en Unamuno, se ve que enfadado con los acontecimientos de la época, que el mayor negocio del mundo sería comprar a los catalanes por lo que valen y venderlos por lo que creen que valen. En realidad, esto mismo se puede decir de cualquier grupo humano, y de cada uno de nosotros, seamos de Madrid, de Valencia, españoles, europeos, norteamericanos€ En cualquier caso, las plusvalías serían enormes. El supremacismo es inherente a la condición humana. Nos solemos considerar más inteligentes -cualidad que, por cierto, nunca nos parece insuficiente-, y desde luego, más eficaces, mejor preparados e incluso más guapos que los demás.

Resulta que cuando lo «otros» no se dan cuenta de nuestra valía, aparece la lista de agravios, el desprecio; y de ahí a la violencia psicológica e imposición solo hay un pequeño peldaño, fácil de saltar sin darnos cuenta, si contamos con la fuerza o la astucia suficientes. Casi siempre los litigios suelen ser bastantes banales, aunque insidiosos, y, en última instancia, nada que sea insalvable si hay buena voluntad y consideración por los demás. Sentirnos mal tratados, peor de lo que pensamos merecer, aunque no haya motivos relevantes, no es más que orgullo, personal o colectivo, que conduce inexorablemente a la cerrazón y a la ceguera e imposibilita empatizar con los demás. Motivo de continua discordia (dolencia del corazón). Y ahí, radican nuestros males. Madrid tiene la culpa o España nos roba, no deja de ser una rabieta de adolescente que no entiende que sus padres no le dejen hacer lo que quiere, casi siempre nada de provecho (ni-ni). Ser responsables es que cada uno esté en su sitio. Cuando vamos a la integración fiscal, económica y política de una Europa unida, salir del guión es mear fuera del tiesto. La pasión es pésima consejera de la razón: ha de constituir un refuerzo de ésta. Y la imaginación desbocada, en palabras clásicas, no es más que la loca de la casa.

De todo lo que acontece estos días en nuestro país, me ha llamado la atención -al menos, yo no he leído nada al respecto- el hecho de la nula consideración de las minorías: de aquellos que no piensan igual. Porque en esto consiste la esencia de la democracia: no el que la mayoría gobierne, sino el respeto a las minorías. Se las ningunean. Se las aprisionan. Se las demonizan. La democracia real y verdadera es garantista con los derechos de las minorías. Si no fuera así, sobra la democracia, que no sería, en realidad, más que una mascarada, un falso "democratismo", bajo el cual se impone un pensamiento único y monocolor. Y francamente, para ese viaje no se necesitan alforjas.