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Ni vencer ni convencer

Las noticias en Cataluña siguen sucediéndose, con enorme velocidad, más propia de una narrativa de ficción que del habitualmente pausado devenir de los acontecimientos. Pero, en situación de crisis, las cosas se aceleran. Y como hablamos de crisis, discursos y decisiones pensadas para canalizarse en el espacio público a través de los medios, más aún.

En sólo una semana hemos tenido una DUI a media voz y sin ningún entusiasmo, seguida de una decisión indudablemente acertada de Rajoy: aplicar el 155 (algo inevitable, consecuencia directa de la DUI y las acciones previas); pero hacerlo, además, con mesura, el mínimo tiempo indispensable para celebrar unas nuevas elecciones. Una decisión que dejaba descolocado al independentismo. Porque, hay que recalcarlo, los independentistas nunca tuvieron una hoja de ruta propia post-independencia. Ni estructuras de Estado, ni control del territorio, ni reconocimiento internacional. Su estrategia, claramente, se limitaba a esperar a la reacción virulenta y autoritaria del Estado, para poder hacer victimismo a partir de la misma.

Así que ante la convocatoria de elecciones el famoso «relato» independentista comenzó a disolverse, cual azucarillo. Puigdemont se fue a Bruselas con algunos consellers tratando de internacionalizar el conflicto, pero no obtuvo apenas repercusión (y la que obtuvo, fue más bien negativa). Junqueras y el resto del Govern se quedaron en España, pensando ya en cómo participar en las elecciones convocadas por Rajoy. Unas elecciones que generan incertidumbre, como en cualquier proceso electoral, más aún ahora, con todo lo que está en juego. Pero unas elecciones que, como mínimo, desbloqueaban la situación. Finalmente, los primeros días de aplicación del 155 mostraron claramente que no iba a haber insumisión por parte de las autoridades catalanas; como mucho, protestas testimoniales.

Es decir: que todo iba bien, desde el punto de vista del Gobierno. Y en estas que llegó el fiscal Maza con su querella contra todo el Govern y la Mesa del Parlament de Cataluña, en la que imputaba delitos gravísimos. Y es preciso tenerlo claro: los delitos, si se confirman, sin duda son gravísimos. Por mucho que se haga sin violencia, a medio gas, o con una sonrisa, que un Gobierno autonómico, apoyado en su exigua mayoría parlamentaria, intente independizar una parte del territorio constituye un atentado en toda regla a los derechos de los ciudadanos (en particular, de los catalanes), y una burla a las instituciones democráticas que dicen defender.

Pero lo anterior no implica que todo valga para combatirlo. Se han incorporado delitos, y la jueza Lamela los ha asumido sin problemas, difícilmente aplicables a este caso: rebelión, un delito que requiere violencia (y violencia, por suerte, apenas la ha habido, menos aún en la DUI). Se ha dado un solo día a los acusados para preparar su defensa. Y se ha adoptado una decisión, la prisión provisional sin fianza para todos los exconsellers, salvo uno, que sencillamente no se sostiene. No puede decirse que había riesgo de fuga, cuando algunos consellers, precisamente, habían vuelto de Bélgica para comparecer (es evidente que la aventura belga de Puigdemont no ha beneficiado la situación procesal de sus exsubalternos en el Govern, pero tampoco parece razonable que tengan que pagar por ello, precisamente, los que sí han cumplido con su obligación de comparecer); y es ridículo pensar que los exconsellers podrían continuar cometiendo los mismos delitos, si tenemos en cuenta que ya no cuentan con los resortes del poder que les permitieron hacerlo durante estos meses.

Se trata, en fin, de una decisión injustificable, impropia de un país democrático, y que además contrasta con la tramitación, más sosegada y sensata, que por ahora se está llevando a cabo en el Tribunal Supremo para los miembros de la Mesa del Parlament: el Supremo les ha dado una semana para preparar su defensa y en el auto ya se insinúan dudas razonables sobre el más grave de los delitos, el de rebelión. Esto no quiere decir que el Supremo sea «blando»; quiere decir que intenta aplicar la justicia con proporcionalidad, con estricta observancia a un procedimiento mínimamente garantista.

Es decir: el Supremo adopta decisiones como parece propio de un país democrático, no de una República bananera en la que la justicia es correa de transmisión de otros poderes. Una justicia con objetivos políticos que no busca convencer, sino vencer; pero que, además, teniendo en cuenta que aquí la victoria consiste en desalojar al independentismo del poder, puede provocar el efecto contrario: ni vencerán, ni convencerán.

Ése es, precisamente, el único (insignificante) consuelo que nos queda: se antoja muy difícil pensar que el Gobierno quisiera llegar a esta situación una semana después de haber convocado elecciones. Porque si el fiscal Maza actúa aquí siguiendo directrices del Gobierno, entonces sí que vamos abocados al desastre.

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