Si el encarcelamiento de la Generalitat en pleno supone un triunfo sin precedentes de la democracia en España, la libertad que disfruta el expresident del Govern catalán en Bruselas obliga a concluir que Bélgica no es un país democrático. La hipótesis de que los argumentos remitidos desde la Audiencia Nacional para exigir la prisión de Puigdemont carezcan de fundamentación, ni siquiera debe contemplarse por sacrílega. Aunque todas las personas decentes prefieren una cárcel española a una libertad belga, tal vez no fue tan descabellada la maniobra del expresident catalán de poner tierra de por medio, unánimemente calificada de payasada o traición. Ni siquiera puede hablarse de un prófugo, dado que el trayecto de Barcelona hasta el país de los belgas puede efectuarse sin necesidad de mostrar el DNI. Ante la perspectiva de ser esposados con las manos a la espalda, algunos condenados reclamarían el derecho a una segunda opinión.
Desde que Puigdemont amaneció en Bruselas sin que el Gobierno cumpliera la precaución elemental de tenerlo localizado, parecía evidente que la justicia belga no compartiría de entrada el furor vengativo del fiscal general reprobado contra la Generalitat. Por no hablar del lastimoso escrito que sustenta la pretensión de devolución a Madrid para encarcelarlo. La estrategia aconsejaba no encarcelar a los miembros de la Generalitat que no emigraron, para dejar en ridículo al expresident prematuramente huido. Por supuesto, se procedió en sentido inverso, para que España quedara en evidencia.
Rajoy y la polivalente Soraya no se enteraron de que Puigdemont se iba a Bélgica, ni de que la cárcel para Junqueras y compañía era contraproducente, ni de que el expresident saldría de momento por la puerta grande bruselense, ni de la aparición de las primeras grietas en el silencio de la Unión Europea sobre presos que, si no son políticos, guardan más de un parecido con dicha definición. Suerte que estos dos demócratas son indiscutibles para el futuro del país. De cualquiera de ellos.
