Es la palabra más triste de un idioma: dejar a alguien, o a algo, sin cuidado. La trascendencia del hecho adquiere un significado especial, cuando se trata de bienes colmados de aprecios colectivos, porque fueron depositados por generaciones anteriores que, además de testimoniar la historia, podrían mantener una capacidad continuada para la transmisión de valores y de significados.

Hace unas pocas semanas, aparecía en los medios, que dos entidades valencianas: La Diputación y una institución de la Iglesia católica, iban a dejar de cuidar o de atender, a un edificio sobre el que mantienen la necesidad de tutela muy por encima de lo que digan sus papeles; y, si tal como parece, no van a llegar a un compromiso, se corre el riesgo de que ocurra lo que al bar de aquella noche de Sabina; y que en muy poco tiempo el inmueble se pueda venir abajo y el espacio transformarse en un hotelito con encanto en manos de un fondo de inversión americano. Me refiero, en este caso, a la prevista desaparición de un teatrito construido hace cien años sobre el solar de unas antiguas caballerizas. Poca cosa, en un universo pendiente de arquitecturas de enormes dimensiones, y en una ciudad acostumbrada a las disputas sagaces, con dificultad para alcanzar acuerdos desde posiciones encontradas cuando se hallan pendientes de réditos cortoplacistas.

Como no se les habrá escapado, se trata de la condena a la ruina de la Sala Escalante, ese pequeño lugar historicista e íntimo, en el que siendo niños, recuperábamos entre los miedos, los sueños de las fantasías, mientras quedábamos extasiados por sus artificiosas guirnaldas, esperando impacientes a que se alzara el telón con aquella fuente pintada, permaneciendo atentos al orificio central por el que antes de que diera comienzo la función, alguien siempre nos miraba.

Ya ocurrió con el antiguo teatro Eslava, un precioso espacio, distinto, pero asimismo, historicista, construido por el arquitecto José Manuel Cortina en 1908, que fue destruido en 1961 para ser presentado como un cine funcional y tecnológico, y devenir con los años€ en una tienda de perfumería.

Como en aquél, y como ocurre en otros casos semejantes, abandonar la recuperación con un argumento económico, es, a mi juicio, un modo de proceder, a todas luces, incompleto.

La intervención, o no, sobre bienes estables que con el paso del tiempo han adquirido significantes colectivos, no pueden cuantificarse con parámetros semejantes a la de otros muchos, más perecederos; porque, aunque sea onerosa y se asuma en uno o en varios ejercicios, su función se puede prolongar cien años, y en el cómputo global, lo que ahora se puede contemplar como un esfuerzo sustancial, al dividirse por la totalidad del rendimiento, acaba resultando insignificante.

Se da la circunstancia, de que se ha determinado rehusar la actuación por haber alcanzado el edificio el fin de su «vida útil». Un argumento tan endeble, referido al Patrimonio, que no podría resistir el más sencillo parangón. Debería saber el que argumenta que, ese inmueble, a su juicio, ya sin utilidad, ni recuperación posible, es en estos momentos el único vestigio que existe entre nosotros de un periodo constructivo en el que la ciudad apostaba por crear contenedores que tuviesen belleza y armonía, y, asimismo, capacidad para ubicar a los espectadores en espacios con entidad, dispuestos a la experiencia del conocimiento; y que, aunque solo fuera por ello, en vez de ser ahora definitivamente desterrado, debería convertirse en el ejemplo de un nuevo proceder respecto a los edificios culturales de aquel primer espacio moderno, en el que primaran los conceptos por encima del dinero y de los intereses del momento. Más aún, debería transformarse en el referente de un sistema. Si, de un sistema teatral dirigido hacia los niños y que podría prolongarse por todos los lugares para que, además de la escuela actoral, el teatro infantil viajara, en este caso a través de reducidas compañías, para difundir los festivos la ceremonia de la magia, con toda la carga beneficiosa que aporta el contacto humano en un universo espectacular fundamentado en las tecnologías digitales.

Y puedo afirmarlo, porque lo he vivido. Durante los años en los que tuve la oportunidad de dirigir el Centre Cultural de la Beneficència, colaboré con Vicent Vila, (director a la sazón de la sala, ahora abandonada; y en este momento, erróneamente desplazado), para programar los domingos teatro infantil en los ambientes de los patios. Lo realizaba una reducida compañía que se llamaba La Caixeta formada solo por tres actores. La acogida fue tan grande, que repetíamos la función durante casi un año, y entonces concebí que podía convertirse en un sistema itinerante que pudiera desplazarse con una gran simplicidad, recordando, como siempre, aquella Barraca lorquiana, que no era otra cosa que el fruto de la utopía.

En un mundo tan convulso, en el que las decisiones no cambian, y las noticias relevantes no superan, siquiera, cualquier atardecer; postular la conservación de un teatrito dispuesto para los niños, parece una cuestión menor. Por ello, como si el alma de mi amigo, Paco Rabal, estuviese sobre su escenario (ahora, vacío y solo), quiero concluir escuchando su voz, entretanto él retoma la de León Felipe: ¡Que lástima que no pudiendo contar otras hazañas€venga, forzado, a cantar cosas de poca importancia!